Día 81 de la cuarentena que ya tiene fecha de caducidad: el 21 de junio. Aquí, en la parte boreal del mundo llegará el verano. Me acuerdo de un viejo tema de Litto Nebbia, Vals de mi hogar; termina con esta estrofa: «Así es que el invierno se quedo solo/ Porque la primavera robo el verano». El invierno, aquí, nos dejó solos mucho antes y como en el largo travelling de Nothing Hill, en el que Hugh Grant cruza las calles del barrio, en medio de los mercadillos, mientras las estaciones cambian, hemos visto inmóviles, desde la ventana, nevar, llover, días luminosos, noches en las que volaban papeles y algún contenedor de basura era acostado por el viento. Hoy entra con el sol un aire tibio, dulce de flores porque aún la contaminación no ha recobrado el brío. Godard dijo que el travelling era una cuestión moral pero, acaso, ¿no lo es toda mirada? En este caso estática, la nuestra, un plano fijo durante casi tres meses.
Cuando empezó todo, un artículo de The Guardian informaba que las bicicletas estáticas era el nuevo papel higiénico; un portal español replicó, menos escatológico, que se trataba de la nueva levadura. Entonces, en abril, los pedidos iban a una lista de espera que prometía entregas para julio. Me imagino a miles de personas pedaleando, inmóviles, generando una energía perdida, ya que ni siquiera recargan una tableta como hacen en algunos aeropuertos quienes se sientan en esos artefactos circulares con banquetas y pedales que, al ponerlos en movimiento alimentan sus celulares o computadoras con la energía que produce el ejercicio. La danza inmóvil se llamaba una novela de Manuel Scorza, fallecido en el que alguien bautizó avión de los poetas. En el libro, Scorza narraba, en secuencias simultáneas en el tiempo, la huida de un guerrillero a través la selva amazónica y las quimeras de un escritor latinoamericano, izquierdista, en París. No hace falta explicar el título.
Diario de la peste: la lentitud
En mitad de la noche, hace algunas horas, me desperté y en el celular tenía un mensaje de una amiga, poeta, Paula Alzugaray, con buenos deseos y un poema: «Legiones de criaturas salen se estrellan hacia la noche (…) Cautelosos, chúcaros/ gatos, lechuzas, grillos, salen/ a liberar la pesadilla de los días (…) Nosotros diurnos/ con ese desborde, esa lámina/ obscena / somos quienes no podemos».
El 21 de junio habrá que salir y hablan del síndrome de la cabaña, un estado emocional que produce ansiedad en el confinamiento. Su nombre deriva de la «fiebre de la cabaña» (cabin fever) que padecían los colonos americanos a principios del siglo pasado, confinados por las heladas en zonas despobladas. Pero también, actualmente, se utiliza para lo contrario: el desarrollo de cierta fobia a salir y recuperar, al menos en parte, el ritmo anterior. Un amigo, práctico, me dice que su miedo es volver a la vida estúpida, incluso laboralmente cruel, a la que deberá regresar.
La cuestión tiene muchos matices ya que hay quien no tiene siquiera donde volver. Un centro universitario de Córdoba, en la comunidad andaluza, ha dado cobijo a un centenar de personas sin hogar y a partir del 8 de junio, con el inicio de la última fase de la desescalada, volverán a la calle por decisión del ayuntamiento. Es una pequeña muestra, un síntoma, un close up de la nueva normalidad que también, volviendo a Godard, es una cuestión moral que se ve desde la ventana y se pierde junto a la energía desaprovechada de las bicicletas estáticas.
Diario de la peste: malos años
Hago un esfuerzo para no hablar de Trump que desplaza en todos (todos) los medios a un segundo plano al coronavirus. Es su rodilla la que no deja respirar. Podríamos hablar, se me ocurre, volviendo a la ventana cuando levanto la vista de la pantalla, de la banalidad del mal, pero mejor es ir a un poema de Hannah Arendt ya que de Eichmann en Jerusalén, lamentablemente no se sale: «Todo se hunde./ El crepúsculo se cierne./ Nada puede someterme:/ así viene a ser el curso de la vida».