INTERNACIONAL
Desde Madrid

Diario de la peste: la lentitud

"Las autoridades políticas harían bien en impedir que la conducta irresponsable de unos ponga en peligro la vida de otros, sin la cual no habría libertad posible", escribe el filósofo Daniel Innerarity.

El filósofo Daniel Innerarity
El filósofo Daniel Innerarity. | Cedoc

No quiero escuchar la radio, pero la escucho. El vicepresidente llama marquesa a la diputada Cayetana Álvarez de Toledo y esta le responde que él, Pablo Iglesias, es hijo de un terrorista. Ella tiene título nobiliario, es verdad. El no es hijo de un terrorista, es mentira. Así, todo el día. El segundo de los diez de duelo nacional por los fallecidos a causa del coronavirus. En el Boletín Oficial, diario del Estado que publica leyes y decretos, incluye un matiz emocional en el texto que comunica la medida: "es necesario expresar respeto a las generaciones mayores". 

No quiero escuchar la radio, pero la escucho. Sigue la bronca en el senado por la tarde. "Cayetanos" se llaman a sí mismos los militantes de Vox que salen a la calle a expresar su disconformidad con el Estado de alarma. Como en Texas, como en Buenos Aires, como en Berlín. Libertad, gritan. Hoy, en El País, el filósofo Daniel Innerarity, escribe: “La tradición republicana defiende, frente a la liberal, que la libertad no consiste en que no haya interferencias, sino en que no haya dominación. La libertad de elegir está condicionada por el hecho de que nadie tenga el poder de hacer imposible esa capacidad. Pues bien: pongamos el caso de que hay una pandemia y todos queremos disfrutar al máximo de nuestra libertad. En ese caso, las autoridades políticas harían bien en impedir que la conducta irresponsable de unos ponga en peligro la vida de otros, sin la cual no habría libertad posible”. ¿Qué parte de esto no se entiende?

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Yendo aún más allá, lo incomprensible en Vox, y su sombra, el Partido Popular, que cree que siguiendo esa estela de despropósitos le canibaliza votos, no son las mentiras, la gesticulación hueca, los insultos y alguna cacerola. Lo absurdo es que en su relato vírico no hay un mínimo vector de empatía. Trump desde una trinchera similar, crispaba para enardecer a los desocupados y empobrecidos del medio oeste americano; gritaba para ser oído en una Detroit a oscuras, llena de fantasmas. Boris Johnson para lograr el Brexit prometía el regreso de 350 millones de libras que Europa, supuestamente, se llevaba todas las semanas del Reino Unido: los desempleados de Manchester o de Nottingham, donde a las tres de la tarde se ve a la gente en pijama por la calle, le creían. Vox y los populares, en lugar de promesas de un futuro imposible, solo ofrecen restaurar un pasado que creen posible. Si el sueño de la razón produce monstruos, estamos ante las criaturas de una pesadilla.

No quiero escuchar la radio, pero la escucho. Ahora, Innerarity, vuelve con su sosegada lucidez y explica en una entrevista que los populistas viven su peor momento porque, ante la pandemia, se han impuesto sus tres estigmas. Los expertos que ofrecen su conocimiento científico, las instituciones que dan un marco democrático para cumplir sus recomendaciones y la comunidad global que teje su red para colaborar en la emergencia. Europa, parte de esa comunidad, libera un fondo de 750.000 millones de euros para paliar la crisis. A España llegarán 140.000 millones. La mitad, a fondo perdido, sin retorno. La otra mitad, un préstamo blando.

Diario de la peste: el corazón roto

No quiero escuchar la radio, pero la escucho. Un tertuliano dice que los dirigentes han perdido el sentido del tiempo y que la velocidad de las instituciones no es la misma que la del virus y, mucho menos, la de un smartphone. No se puede sustituir al gobierno en una sesión parlamentaria. La tertulia radial en España es un género matinal y nocturno en el que varios periodistas debaten sobre diversos temas. En La Colmena de Camilo José Cela se describe la raíz de esta tradición, con los intelectuales alrededor de la mesa del café compartiendo reflexiones, ocurrencias y, casi siempre, alboroto. Hubo un tiempo en el que eso también sucedía en La Paz de Corrientes y Montevideo. Hace mucho tiempo. Al igual que aquí, en Madrid.

Anoche fui en busca del ejemplar de Una historia sencilla de Leila Guerriero y lo encontré en una de las baldas de la biblioteca, arrinconado entre dos volúmenes de mayor espesor. Lo mencionó Carlos Bayala hace unos días en una charla: ignoraba que el gaucho que sale en los afiches de su yerba Porongo es Rodolfo González Alcántara, cuya historia cuenta Guerriero en el libro, en poco más de un centenar de páginas, en las que va describiendo un absurdo, la épica pequeña de un bailarín de malambo que pretende conseguir una corona que, una vez alcanzada, le obliga a retirarse para siempre. Ganar una sola vez para no poder jugar nunca más. Cuando lo leí, hace un par de años, me asombró el empeño de González Alcántara en esa quimera casi homérica, ya que la emprende desde los umbrales de la indigencia, atravesando a malas horas los arrabales más peligrosos del conurbano bonaerense, dejándose la vida para recuperarla en una epifanía de tres o cuatro minutos, lo que dura el malambo con el que gana el título. Veía entonces, ambición y deseo, además de talento, por supuesto, para ver arder la llama de un fósforo, pero vivido por González Alcántara y Guerriero como una erupción del Etna.

Ayer, al releerlo, me di cuenta de que, en realidad, es un elogio a la lentitud. En alguna película de los setenta, un detective que interpreta Gene Hackman dice que el cine de Éric Rohmer es como ver crecer la hierba. Ese es el tiempo que se toma González Alcántara para llegar a ser un árbol. Aunque dure cuatro minutos. No quiero escuchar la radio y no la escucho. Solo habla, en estos días, de la velocidad de las cosas, y la vida es lenta.

 

MR/FF