Si bien la canciller Susana Malcorra adelantó que las relaciones se limitarían a lo “formal”, nadie esperaba semejante frialdad por parte del Papa. En el (brevísimo) encuentro con Mauricio Macri, Francisco volvió a ser Jorge Bergoglio, ese arzobispo porteño siempre más amargado que el actual jefe de la Iglesia global.
Ese abismo en el trato fue celebrado como un gol ayer por el kirchnerismo, en contradicción con su supuesto laicismo y sus viejos cuestionamientos a Bergoglio. Para los interlocutores locales del Papa que, sin ser kirchneristas, cuestionan el rumbo “poco social” de la política macrista, el mensaje de Francisco fue directamente una reivindicación.
“Apenas 22 minutos. Gesto serio. Difícil tarea para los que tenían que escribir relatos aduladores del encuentro”, tuiteó el legislador Gustavo Vera, líder de la ONG La Alameda, amigo y operador del Papa. Vera y la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (una de las organizaciones sociales favoritas de Francisco) repudian desde hace cuarenta días la detención político - judicial de la jefa de la Tupac Amaru, Milagro Sala. Y y desde ese rol se convirtieron en los voceros del innegable enojo papal con la situación.
Pero la distancia impuesta por el Papa mostró que el cortocircuito con Macri excede el caso de Sala. Va desde lo político - social hasta cuestiones de trato personal. A diferencia de la actitud de (casi) sumisión que adoptó Cristina Kirchner ante Bergoglio una vez que fue Francisco, Macri optó por un respeto protocolar.
Así, en contra de la relación de menor a mayor que construyó CFK con el Papa, la de Macri parece ir a la baja.