2001 es una fecha que nos ubica de inmediato en la mayor crisis de la historia de nuestro país. Un estallido económico, social y político que dejó a la Argentina al borde de la anarquía, el caos y la disolución. Y que moldeó un nuevo consenso social, sin el cual el ciclo kirchnerista no tiene explicación.
Además, la gran crisis que explotó en aquel diciembre trágico nos brinda las claves que permiten entender los periódicos tropiezos nacionales, de los cuales salimos eyectados hacia la derecha o hacia la izquierda del arco político e ideológico con igual convencimiento e intensidad.
Doce Noches reconstruye aquellas jornadas dramáticas de diciembre de 2001 cuando en apenas doce días se sucedieron cinco Presidentes, entre la caída de Fernando de la Rúa y la llegada a la Casa Rosada del ex gobernador bonaerense Eduardo Duhalde.
De un Presidente no peronista a otro peronista, el poder pasó del vencedor de las elecciones realizadas apenas dos años antes —cuando logró casi la mitad de los votos— al candidato derrotado en aquellos comicios.
Fue una crisis que manchó de sangre al país: hubo entre treinta y dos y treinta y ocho muertos, según la fuente que se consulte. Cinco personas fueron asesinadas el jueves 20 de diciembre por la tarde —cuando De la Rúa anunció su renuncia por radio y televisión— entre la Plaza de Mayo y el Obelisco, y sus presuntos responsables estaban siendo juzgados al terminar este libro.
De todos modos, la mayoría de las muertes se produjo en el conurbano bonaerense; fueron once. Y hubo nueve en la provincia de Santa Fe, siete de ellas en Rosario.
Era el país de los saqueos, los piquetes, los cacerolazos y los reclamos más diversos, unidos por un grito común: “¡Que se vayan todos!”
Los políticos tenían que esconderse para evitar la furia de la gente; un escenario apto para los más curtidos, como el diputado peronista Oraldo Britos, que, un momento antes de que lo escracharan en Casablanca, un bar y restaurante en diagonal al Congreso, paralizó a la turba con un grito: “¡Ustedes se confunden; el hijo de puta que se dedica a la política es mi hermano gemelo!”.
La gran crisis se desarrolló frente a las cámaras de la televisión; no solo las muertes y los heridos, sino también las maniobras de políticos, sindicalistas y dirigentes sociales, y el lobby de empresarios que abandonaron el clásico bajo perfil y entraban y salían de la Casa Rosada y la residencia de Olivos a la vista de todos.
La Argentina parecía el set de un drama por entregas. En aquellos días agitados, yo vivía en San Pablo, en el sudeste de Brasil, donde trabajaba como corresponsal en español de la agencia internacional de noticias ANSA. Recuerdo que no podía dejar de mirar la CNN en español, que transmitió prácticamente en directo toda la crisis.
A 20 años de la crisis de 2001: qué decían las tapas de los diarios del 3 de diciembre
El país estaba “con las tripas al aire”, para utilizar una imagen que usó el ex presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso para referirse a una grave crisis interna.
Era mucho lo que había en juego; todos querían influir en las decisiones de gobiernos tambaleantes, pero en grado de transferir poder y riquezas hacia un sector o hacia otro.
El telón de fondo de la crisis era la Convertibilidad, el modelo económico creado diez años antes para terminar con la hiperinflación, pero que desde mediados de 1997 mostraba sus falencias bajo las formas de una larga recesión y un pertinaz desempleo de dos dígitos, que en octubre había sobrepasado el 18 por ciento.
El peso tenía una paridad fija —1 a 1— con el dólar; había distintas recetas, desde devaluar la moneda nacional hasta dolarizar la economía pasando por mantener todo como estaba hasta que llegara la ayuda prometida por el Fondo Monetario Internacional y mejorara el precio de nuestros productos de exportación, como la soja.
Cada una de esas recetas —con sus distintas variantes— tenía ganadores y perdedores. Nadie quería pagar el costo de la crisis, pero todos sabían que uno o más sectores terminarían recibiendo la factura, como finalmente ocurrió.
La implosión de los partidos favoreció el nuevo rol de la TV: se convirtió en la principal arena política, el lugar donde se construyen las candidaturas y se consolidan o se destruyen los liderazgos y los gobiernos. Es el poder de la imagen.
Todos estos temas aparecen en este libro. También el fracaso del gobierno de De la Rúa y de la Alianza, una novedosa coalición formada por la Unión Cívica Radical y el Frepaso de Carlos “Chacho” Álvarez y Graciela Fernández Meijide, una fuerza de centroizquierda.
Domingo Cavallo propuso que el país tenga al dólar como moneda para "ayudar a la economía"
Fue la segunda vez que el no peronismo derrotó a los herederos del general Juan Domingo Perón en elecciones libres, sin proscripciones. Y fue la segunda vez desde el retorno a la democracia que abandonó el gobierno antes de cumplir el mandato.
Ese fracaso coronó la crisis de los partidos políticos, en especial de los no peronistas: el radicalismo dejó de expresar —al menos a nivel nacional— a los sectores medios que le dieron origen, y el Frepaso se rompió; algunos pedazos se sumaron en un rol subordinado al kirchnerismo.
¿Por qué fracasó la Alianza? ¿Tenía posibilidades de éxito? ¿Cuánto influyeron la personalidad y el estilo político de De la Rúa? ¿Por qué renunció Chacho Álvarez a la vicepresidencia, un año antes de la gran crisis? ¿Qué papel jugó el ex presidente Raúl Alfonsín? ¿Y el ministro Domingo Cavallo?
Son todas preguntas que el libro trata de responder de la mejor manera en que lo puede hacer un texto periodístico: mostrando los hechos, recurriendo a fuentes diversas, cuestionando los relatos interesados, favoreciendo el pensamiento crítico de sus lectores.
Claro que el fracaso de la Alianza no excluye que haya habido otras causas que colaboraron en la caída de De la Rúa.
La gran crisis abrió la puerta al retorno al poder del peronismo, esa fuerza política tan pragmática que pudo ser neoliberal en los noventa y estatista una década después. Que primero privatizó YPF y luego la expropió con el mismo entusiasmo militante.
Un pragmatismo con un único principio: el éxito, como aconsejaba el fundador del Movimiento, Juan Domingo Perón. “El conductor es un constructor de éxitos. La conducción es un arte de ejecución simple: acierta el que gana y desacierta el que pierde”, enseñaba el General.
El peronismo parece haberse convertido en un instrumento para el ejercicio del poder, para garantizar la gobernabilidad. El contenido, la dirección, del gobierno puede variar hacia la derecha, el centro o la izquierda; depende del consenso que en cada momento aglutine a la mayoría de la sociedad.
Una fuerza política a la carta, con un menú amplio que se adapta a las demandas fluctuantes de una sociedad cambiante, cuya clase dirigente elude o demora el rol que le da su identidad: conducir al país en una dirección que incluya a todas sus partes.
La gran crisis abrió la puerta al retorno al poder del peronismo, esa fuerza política tan pragmática que pudo ser neoliberal en los noventa y estatista una década después
El peronismo entró a la gran crisis de aquel diciembre como una federación de caudillos provinciales y salió con el premio mayor en manos de Buenos Aires luego de haber probado con un liderazgo —Adolfo Rodríguez Saá— impuesto por las provincias más chicas, siempre recelosas de su hermana mayor.
En alguna medida, la gran crisis se permitió elegir el perfil del peronista por el cual canalizó una salida; desechó a candidatos más mediáticos —como el gobernador Carlos Ruckauf— y a caudillos que no habían logrado desarrollarse fuera de su provincia —Rodríguez Saá— y prefirió a un peronista clásico, perseverante, fuertemente implantado en su territorio, con buenos vínculos en el radicalismo, el empresariado, el sindicalismo y la Iglesia Católica, como Duhalde.
Esa dimensión territorial es propia de cómo entienden el poder los peronistas. Para ellos, el control de su territorio es fundamental. Y resulta eficaz en el contexto de una crisis; de lo contrario, ¿cómo se explica que los saqueos en Moreno —epicentro de los ataques a comercios en el Gran Buenos Aires— terminaran inmediatamente después de que De la Rúa anunciara su renuncia por radio y TV?
Es una diferencia clave con los radicales y los políticos de otras fuerzas, que implica el crucial control de la calle y que también es analizada en este libro.
Sin embargo, tanto De la Rúa como Rodríguez Saá afirman que fueron víctimas de un “golpe” perpetrado por Duhalde —con la valiosa ayuda de Alfonsín— para imponer la pesificación asimétrica y la mega devaluación, que terminaron con el 1 a 1 entre el peso y el dólar.
Según De la Rúa y Rodríguez Saá, detrás de ese presunto “golpe” se movió “un poderoso grupo de empresarios” que luego se benefició de la política económica implementada por Duhalde, cuando llegó a la Presidencia, el 1° de enero de 2002.
Obviamente, no hablan de un golpe tradicional, protagonizado por los militares, que, en el marco del final de la Guerra Fría —la disputa global entre Estados Unidos y la Unión Soviética— ya no funcionan en la región como punta de lanza contra gobiernos considerados nacionalistas, populistas o de izquierda.
Mentan presuntos golpes de nuevo cuño: “civiles”, “institucionales”, “de la calle” o “corporativos”, como ocurrieron en otros países de América latina. Maniobras opacas y sinuosas —muchas veces, difíciles de probar, en especial en la Justicia— en comparación con las inequívocas intervenciones militares de otros tiempos.
Es también la conclusión del historiador Robert Potash —un especialista en nuestro país con los tres volúmenes de su libro El Ejército y la política en la Argentina—, quien considera que la caída de De la Rúa fue la consecuencia de "un golpe de Estado no tradicional".
Duhalde, sus colaboradores y los partidarios de Alfonsín —fallecido en 2009— niegan esa acusación; atribuyen las renuncias de De la Rúa y Rodríguez Saá a sus propios errores en el gobierno y a sus intentos de mantener un modelo económico que se caía a pedazos.
Por el contrario, Duhalde afirma que “nuestro país fue el único de toda Latinoamérica que, en medio de una de sus crisis más profundas, encontró el rumbo sin quebrar su orden institucional, cumpliendo plenamente la Constitución y las leyes. Y esto fue posible gracias al diálogo dentro de la democracia”, con “Alfonsín en primer lugar”.
¿Fueron víctimas De la Rúa y Rodríguez Saá de sendos “golpes”? ¿Qué roles cumplieron Duhalde y Alfonsín? ¿Y los empresarios? ¿Y los sindicalistas? Los saqueos en el conurbano bonaerense, ¿fueron espontáneos u organizados? ¿Qué papel jugaron los cacerolazos y las protestas de las clases medias? ¿Y los diarios, la radio y la TV?
También son preguntas a las que este libro intenta responder. Claro que no es un catecismo; hay interrogantes que no tienen una respuesta fuera de toda duda; en esos casos, prefiero incluir las versiones de todas las fuentes posibles para que el lector se forme su propio juicio de valor.
Una de las hipótesis de este libro es que 2001 puede ser visto como una bisagra que nos permite comprender tanto nuestra historia reciente de crisis recurrentes como las razones del sólido liderazgo político de Néstor y Cristina Kirchner, los herederos luego no queridos de Duhalde.
Por un lado, 2001 ilustra la dificultad de la dirigencia argentina para solucionar los problemas cuando se manifiestan; es preciso que esas dificultades se transformen en crisis para que encuentren una solución, que pasa a depender de la propia dinámica de esa crisis.
“Por eso, los bandazos permanentes del país. Y por eso es inútil que un funcionario responsable o un político responsable intenten solucionar un problema antes de que derive en una crisis porque nadie les hará caso”, explica el experimentado economista Juan Carlos de Pablo.
Los problemas no se pueden solucionar también por nuestra tendencia al pensamiento único. Por ejemplo, el 1 a 1 era asumido por muchos como una verdad revelada, que no podía ser puesta en duda. Ni siquiera —o sobre todo— en los medios de comunicación, que, en mi opinión, deberían favorecer la reflexión crítica de los ciudadanos.
Me ocurría con las noticias que enviaba como corresponsal desde Brasil sobre críticas de analistas, políticos o empresarios a la paridad fija entre el peso y el dólar, que no eran publicadas por los diarios argentinos, tal vez por temor a que los defensores de la Convertibilidad los acusaran de favorecer a los partidarios de la devaluación y del default. A los “fondos buitres”: Cavallo ya usaba esas palabras cuando era ministro de De la Rúa.
Por el otro lado, el kirchnerismo se asentó sobre un nuevo consenso social, que privilegia el empleo y el consumo sobre el control de la inflación y la inversión. Lo importante es que el Estado garantice el empleo, que adquiere un significado amplio dado que incluye a los planes sociales. Tanto es así que muchos de esos subsidios han pasado a integrar la definición de empleo del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) y de los organismos provinciales de estadísticas.
No importa tanto la calidad del empleo y menos aún que sea público o privado; lo que importa es que cada uno tenga un ingreso garantizado, provenga de un trabajo productivo o de un plan social.
Si las hiperinflaciones de 1989 y 1990 nos habían conducido a un consenso social basado en el mercado, la estabilidad de precios, la inversión, las privatizaciones, la apertura al capital extranjero y la globalización, la elevada y persistente desocupación de la segunda mitad de los noventa nos empujó hacia el otro extremo: el Estado, el empleo, el consumo, las nacionalizaciones, las regulaciones y el cierre de la economía.
En otros países, los consensos sociales son más duraderos. En Alemania, por ejemplo, siguen preocupados por la hiperinflación que en 1923 consolidó al nazismo como alternativa política de las desprestigiadas instituciones liberales de la política y la economía; el ahorro, la inversión y el crédito perdieron relevancia, y surgió una generación volcada hacia el corto plazo y la aventura que respaldó luego las políticas de Hitler. Por eso, los alemanes son refractarios a toda medida contraria a la estabilidad de precios.
En Estados Unidos, por el contrario, el temor social es al desempleo: sus habitantes todavía recuerdan las legiones de hambrientos desocupados de la Gran Depresión, en la década del Treinta, también del siglo pasado.
Es que los argentinos vivimos de crisis en crisis. Entre 1989 y 1990 soportamos no una sino dos hiperinflaciones —cuando la suba en los precios supera el 50 por ciento mensual— y el recuerdo de esos sufrimientos colectivos nos duró apenas una decena de años; luego, nuestros temores cambiaron, urgidos por la aparición de otro monstruo: el desempleo y la exclusión que generan la falta de un trabajo y de un ingreso mensual.
La mayoría de los argentinos volvió a tolerar la inflación — en 2002, llegó al 41 por ciento— a cambio de una rápida reactivación de la economía, que permitió, por un lado, la creación de centenares de miles de empleos, aunque con salarios más bajos y, por el otro, la implementación de una red de subsidios sociales de vasto alcance.
En cada una de esas crisis hemos dejado jirones de la riqueza del país; de cada una de ellas hemos salido más pobres, en general.
En enero de 2002 la Argentina llevaba cuarenta y dos meses seguidos de recesión; la devaluación del 240 por ciento de aquel año provocó una caída del 10,9 por ciento en el Producto Bruto Interno. Pero, en particular, los que más perdieron fueron los trabajadores, los jubilados y los pequeños y medianos ahorristas, como explico en el libro.
De allí, el deseo masivo de que la Argentina se convierta en un país normal —sin crisis y sin bandazos, con políticas de largo plazo, de Estado— que recogen las encuestas y también muchos políticos en sus eslóganes de campaña.
El kirchnerismo expresó ese nuevo consenso social, que incluyó la reconstrucción de la autoridad presidencial como antídoto frente a la anarquía, el caos y la disolución nacional. Duhalde comenzó ese camino, que Néstor y Cristina continuaron y exageraron, en otra muestra de las desmesuras nacionales.
La figura del Presidente había quedado despedazada por la gran crisis, que también debilitó —en simultáneo— al Estado nacional; el país se convirtió en un archipiélago de provincias lideradas por caudillos cada vez más autónomos, que hasta emitían sus propias monedas: patacones, federales, quebrachos, petrobonos y tantos otros.
Las tensiones centrífugas —que existen en todos los países— corrían el riesgo de liberarse definitivamente.
Un instrumento por el cual la Nación volvió a sujetar a las provincias fue el fiscal: nuevos acuerdos federales y —fundamentalmente— el cuantioso dinero que ingresó al Tesoro Nacional por las retenciones a la soja y a otros productos agrícolas, que financió una política de premios y castigos.
Desde este punto de vista, el país que salió de la crisis se volvió más unitario, más dependiente de la caja del gobierno nacional.
Otro ingrediente importante de ese nuevo consenso social es el sentimiento antinorteamericano, que resurgió en el país tanto por la actitud concreta de Estados Unidos y del FMI —negaron su ayuda cuando la Argentina más la necesitaba— como por la tendencia nacional a atribuir nuestras dificultades y nuestros errores a factores externos, a los otros.
Al principio, este libro iba a abarcar solo la inesperada presidencia de Rodríguez Saá, el carismático y polémico caudillo que modernizó la provincia de San Luis a través de una gestión tan creativa y dinámica como discrecional y autoritaria, que duró dieciocho años.
El “Yo me animo” de Rodríguez Saá inauguró un gobierno que todavía se recuerda, pero que duró apenas siete días y una noche. Terminó estrellado contra buena parte del peronismo; enfrentado a un sector del empresariado —partidario de la devaluación— y disgustado con los medios de comunicación, cuya lógica desconocía.
La primera entrevista para este libro fue, precisamente, a Rodríguez Saá en su estancia en el sur de San Luis el 8 de febrero de 2009. Luego, hice otros reportajes, pero interrumpí el trabajo para profundizar la veta de los Setenta a pedido de la editorial Sudamericana y luego de la muy buena aceptación por parte de los lectores de Operación Traviata, ¿quién mató a Rucci?
Así surgieron tres libros: Operación Primicia, el ataque de Montoneros que provocó el golpe de 1976; Disposición final, la confesión de Videla sobre los desaparecidos, y ¡Viva la sangre!, Córdoba antes del golpe: capital de la revolución, foco de las guerrillas y laboratorio de la dictadura.
A fines de 2013 retomé este libro, pero lo extendí al periodo entre la caída de De la Rúa y la asunción de Duhalde, esos doce días decisivos. Claro que, para entender tanto el final del gobierno de la Alianza como la salida de la Convertibilidad y sus consecuencias, tuve que abarcar hechos de un periodo bastante más amplio.
Hay un vínculo fuerte entre aquellos cuatro libros y éste, es decir entre los Setenta —que fueron tan revalorizados por el kirchnerismo— y el 2001.
Otra de mis hipótesis es que la gran crisis removió la cuestión de los derechos humanos, que había perdido visibilidad en los Noventa. Sostengo que el primero que se dio cuenta de esa novedad fue Rodríguez Saá, que recibió a las Madres de Plaza de Mayo ya en el primer día hábil de su gobierno.
Sin embargo, la agenda de los derechos humanos recién se concretaría un año y medio después, con Kirchner en la Casa Rosada.
*Periodista y escritor, extraído de Doce Noches, publicado en 2015 y reeditado en diciembre de 2021.