Hace unos días, yendo de una reunión a otra en PERFIL, me sorprendió la llamada de un número desconocido. Desde el fondo de mi memoria, escuché la voz de alguien con el que alguna vez había hablado, pero quizás en otra vida. Recién empecé a recuperar el hilo de la historia cuando la voz me dijo su nombre: Jorge Cohen, ex vocero de la embajada de Israel cuando su edificio voló en pedazos, matando a 22 personas e hiriendo a 242.
Cohen había sido una de las decenas de fuentes de un libro que escribí en 1990 junto a Jorge Grecco. Se llamó “El Ejército que tenemos” y venía de obtener el Premio Sudamericana de ese año en el rubro investigación periodística.
Confieso que tardé varios segundos en entender el motivo de su llamada. Cohen me hablaba de ese libro, de la embajada, de bolsas negras, de la destrucción casi total que aquel atentado había provocado.
Confieso que tardé varios segundos en entender el motivo de su llamada. Cohen me hablaba de ese libro, de la embajada, de bolsas negras, de la destrucción casi total que aquel atentado había provocado.
De a poco fui armando un rompecabezas que en ese momento me paralizó y conmovió en medio de los pasillos de la redacción. Porque lo que me contó, a pocos días de que se cumpliera un nuevo aniversario de aquella tragedia, hablaba de un pequeño milagro.
Él había sido una de las fuentes en off the record para un capítulo de aquel libro dedicado al antisemitismo en el Ejército. Después de su publicación, Grecco le había acercado un ejemplar que le dedicó. No supe más de ese libro hasta que la voz de Cohen apareció en mi teléfono.
Sus recuerdos son tumultuosos y doloridos. Logró sobrevivir al ataque, pero perdió a compañeros de trabajo y amigos. Su vida no volvió a ser igual, no podría haber vuelto a ser igual.
Me cuenta, 27 años después, que su interés por la lectura del libro le hizo recomendárselo al entonces embajador en la Argentina, Itzjak Shefi, quien aparentemente lo guardaba en su despacho.
Cohen no sabe si el 17 de marzo de 1992 a las 14:45, cuando todos volaron por el aire, Shefi ya había leído el libro.Y eso ya no tiene la menor importancia. Lo que sabe es que semanas después de que el atentado demoliera el viejo edificio de la calle Arroyo, fue a una dependencia de la embajada sobre la calle Paraguay y allí, en bolsas negras de consorcio, encontró restos de las pocas cosas materiales que se habían logrado rescatar. Entre ellas, carpetas y papeles que le pertenecían y que se llevó a su casa. Estaban chamuscados, tenían un profundo olor a quemado y entremezclados había piedras, polvo y esquirlas.
Jorge Cohen se atrevió a revisar esas carpetas dos veces en su vida. Una fue años después del atentado. Allí encontró los restos de unos cuentos que había escrito y que se los había entregado a su compañera de oficina Marcela Droblas para que los leyera y le hiciera correcciones. Jorge vio entonces las correcciones de Marcela y dibujos que ella había hecho al margen de las hojas. Lloró al acordarse de que lo último que escuchó de ella segundos antes de la explosión que la mató, fue sobre sus vacaciones en las Cataratas en las que había conocido a su nuevo novio. En ese momento Cohen decidió terminar esos textos y publicarlos bajo el título “Cuentos bajo los escombros”. Incluyendo, claro, las correcciones de Marcela.
La segunda vez que volvió sobre aquellos objetos recuperados del atentado fue cuando hace unos días me llamó por teléfono. Habían pasado años desde que había hallado sus cuentos. No era fácil volver sobre aquellas carpetas que lo regresaban hasta el dolor más profundo. Pero algo lo llevó a hacerlo.
Lo que encontró ahora, escondido en una de esas carpetas, fue aquel libro que habíamos escrito, polvoriento pero intacto, sin una página quemada. No lo había vuelto a ver desde que se lo recomendó al embajador ni tiene la menor idea de cómo logró sobrevivir a la voladura.
Sólo lo tiene entre sus manos cuando habla conmigo y cuando me corta la respiración con lo que me va a contar: “Lo que te quiero decir Gustavo es que en el edificio se destruyó casi todo, no sé cómo el libro no, igual que los cuentos que me corrigió Marcela. Y te quiero decir que este libro es parte de mi vida en la Embajada, es un símbolo de la oposición a tanta muerte, es parte de los días felices que viví”.
Le cuesta hablar a Jorge y a mí llenar el silencio. “Era nada más que eso –me dice al final–, quería compartir mi emoción”.
Hoy le pedí autorización para compartirla con ustedes.