Ayer, 14 de noviembre, a la una de la madrugada, murió en Berkeley el más grande historiador argentino, Tulio Halperin Donghi. Hace menos de un mes, durante toda la tarde, leí su último libro, El enigma de Belgrano. Este hombre, nacido en 1926, me sorprendió una vez más con una especie de Idiota de la familia rioplatense cuyo protagonista, a diferencia del Flaubert de Sartre, fue formado por sus padres para ocupar precisamente un lugar distinguido en la historia de la Nación. La ironía, como siempre en Tulio Halperin, gobierna el despliegue de azares y contingencias. Cerré el libro con ánimo feliz, preguntándome cómo era posible que un hombre de casi noventa años hubiera escrito esa prosa tan precisa y, sobre todo, tan facetada, tan bifronte, donde la ironía encuentra su perfección formal.
La prosa de Halperin fue legendaria entre admiradores y críticos. Hijo de un profesor de lenguas clásicas y de una profesora de literatura italiana, encontró la forma más adecuada a un pensamiento que jamás era lineal ni se sostenía en una sola idea. Cada frase mantiene un diálogo imaginario con las posibles objeciones; cada frase mira lo que dice y lo que se podría decir.
Halperin estableció una vasta y compleja arquitectura de ideas e hipótesis sobre la historia argentina en libros como Revolución y guerra, Argentina en el callejón, Una nación para el desierto argentino y decenas de monografías sobre intelectuales y políticos. Nunca tuvo supersticiones nacionales frente a la historia y sus próceres. Al escribir esta vida de Belgrano, que según nos cuenta, habría debido formar parte de su último libro de historia intelectual Letrados y pensadores, Halperin seguía siendo un hombre de inteligencia indómita, frente a la muerte que se aproximaba. Lo imagino con la seguridad de alguien que sabe que la obra escrita durante más de medio siglo tiene la fuerza de las grandes interpretaciones. Se había ganado el derecho de mirar a Belgrano con ironía benevolente. Este último libro parece escrito por un hombre mucho más joven. O quizás debería invertirse la afirmación: desde joven, sus libros parecen escritos por un historiador completamente maduro, a quien la madurez no ha quitado la audacia. Publicó Revolución y guerra, obra grande y original, a los 45 años.
En Son memorias, Halperin se definió como un “pesimista agnóstico”. Esa definición es la divisa de su estandarte. Como historiador, no sucumbió a ninguna ilusión gratificante, ni moralizante, ni aleccionadora. No buscaba establecer una verdad que prestara servicios en el campo político. Juzgaba que los esfuerzos del revisionismo eran intentos de “militancia retrospectiva”. Pero su trabajo contradijo también las versiones canónicas de la llamada historia liberal, aunque no les dedicara un librito tan perspicaz como el que dedicó a los revisionistas. La obra de Halperin era la crítica práctica de los historiadores que lo precedieron. De todos modos reconoció en algunos de ellos la búsqueda de documentos y, como en el caso de Mitre, el gran relato de historia militar y política. Un revisionista como Eduardo Astesano mereció su respeto. A otros simplemente no los tomó en serio.
La “militancia retrospectiva” se opone, por cierto, al “pesimismo agnóstico” con que Halperin define su ética de historiador. El pesimista se resiste a identificar, en el pasado que investiga, las huellas y signos de un inevitable progreso. La historia política argentina del siglo XX le dio pruebas suficientes de que el pesimismo no era una perspectiva equivocada si se tienen en cuenta los golpes militares y la imperfección institucional. No creo, en cambio, que fuera un “pesimista” frente a la historia del siglo XIX.
Habría sido difícil preguntárselo, ya que Halperin tenía una capacidad infernal para no colocarse en la perspectiva de ese interrogante. Como un vanguardista, siempre se desmarcaba. Borges se desmarcaba con una frase; Halperin podía ofrecer una interpretación extensa, en la que de a poco, iba cambiando los términos del interrogante que, al final, siempre quedaba como prueba de una inquietud equivocada o de una objeción sin base. Su talento brillaba en el desmarque.
Por supuesto, Halperin no podía ser otra cosa que agnóstico: no creía en los fines inevitables, ni en los orígenes que imponen recorridos futuros. No creía en ningún Ser o Destino que diera fundamento a la Nación. Conocía demasiado de la historia argentina y latinoamericana para cultivar esa fe consoladora. Era un espíritu radicalmente laico, precavido por el escepticismo. Todo eso fundido en un temperamento irónico: incluso formalmente irónico, porque en cada frase dejaba al descubierto el deslizamiento inevitable del sentido hacia otros sentidos, de una hipótesis hacia otra.
Escuchaba con generosidad y atención, pero le incomodaban los acuerdos en las discusiones, como si un acuerdo mostrara que alguno de los interlocutores no hubiera avanzado lo suficiente en sus argumentos. Por supuesto, era casi imposible ganarle una discusión, aunque no renunció al acuerdo para condenar la monstruosidad del régimen militar o la inconsistencia del populismo y sus dirigentes.
La Argentina lo obsesionaba. Hasta los últimos días, en su casa de Berkeley, leyó todos los diarios, todas las noches. No puedo callar una anécdota rara en un hombre que practicaba una cortesía casi pasada de moda. En 1989, en un bar de Berkeley, frente a la Universidad, lo esperábamos dos o tres argentinos y el historiador y cientista social mexicano Enrique Semo, a quien le habíamos preguntado sobre su país. Cuando llegó Halperin, no bien se sentó y comprobó que esos argentinos estábamos hablando sobre México con su amigo Semo, dijo, como si propusiera el más natural cambio de tema: “Bueno, hablemos un rato de Argentina, que es tanto más interesante”. Y la conversación viró, si mal no recuerdo, hacia Juárez Celman.
En Berkeley, hasta el fin, su gran amiga fue la crítica cultural Francine Masiello, especializada, por supuesto, en Argentina. Hace unos meses, ella me envió la última fotografía que tengo de Halperin: pantalón claro, saco azul, un hermoso bastón sostenido en el puño izquierdo, y el brazo derecho levantado como si estuviera en medio de un argumento. La última vez que nos vimos fue en mi casa. Estaba también Graciela Fernández Meijide. Sin pensarlo mucho, quise que se conocieran esa noche. Conversamos hasta las tres de la mañana.
Lo extrañaremos y nos hará falta. Hace poco escribí una frase que él consideró ridícula. Escribí: “Halperin Donghi es un genio”. La inteligencia era una parte de su fascinación. La otra, más compleja, era la rarísima mezcla de mordacidad y benevolencia, una mezcla que parece imposible. A medida que fue envejeciendo no abandonó la ironía, pero se volvió más bondadoso. Cuando terminó la dictadura y nos visitó en los tempranos 80, dejamos de temerle y, más tranquilos, pasamos simplemente a admirarlo.