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El escepticismo de la sociedad ante el apagón educativo

La primera responsabilidad del apagón educativo recae sobre las autoridades nacionales y provinciales y sobre los gremios docentes. En este contexto, la indolencia que mayoritariamente mostró la sociedad es lo que sorprende.

2020 fue un año de apagón educativo. Apagón parcial en sectores urbanos de clase media, apagón total para los chicos que carecen a la vez de recursos tecnológicos y ambientales y cuyas familias no disponen de un capital cultural suficiente como para asistirlos y sostenerlos en el proceso educativo digital.

Luego de un intenso intercambio de chicanas -expresión, una vez más, de la imposibilidad de intercambiar argumentos- las autoridades han anunciado que en 2021 habrá clases presenciales. Si la decisión es bienvenida, ella no debería sin embargo clausurar la reflexión respecto de la gravedad de lo ocurrido.

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La primera responsabilidad del apagón educativo recae sobre las autoridades nacionales y provinciales y sobre los gremios docentes. Unos y otros deberían rendir cuentas por una decisión cuyas gravísimas consecuencias todavía no estamos en condiciones de evaluar. Pero en nuestro país el poder otorga privilegios y exime de responsabilidades: las consecuencias de decisiones deplorables están de antemano desprovistas de sanciones, ya que ningún funcionario público es nunca evaluado por el resultado de sus actos.

Que la clase política ha olvidado que la tarea de gobierno exige competencias puestas al servicio del bien común y no de su sola supervivencia como grupo privilegiado no es una novedad. Lo que sorprende después de un año de apagón educativo no son entonces la incompetencia del gobierno y la venalidad sindical, a las que estamos ya habituados. Lo que debe ser motivo de reflexión es la indolencia que mayoritariamente mostró la sociedad: el cierre de las escuelas no alentó protestas ni dio origen a reclamos masivos, como sí lo hicieron, incluso en el año de la pandemia, otras causas de interés común.

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El silencio casi unánime ante el apagón educativo es la dramática confirmación de que la educación ya no es un factor de progreso y de movilidad social, y de que la sociedad lo sabe. Con su indolencia ante el apagón, la sociedad argentina dijo que la escuela no hace una diferencia en el futuro de sus hijos. Lo terrible no es que la sociedad sea escéptica respecto de la función de la educación, sino que su escepticismo tenga fundamentos.

En el imaginario colectivo, la virtud de la escuela no radicaba en los aprendizajes que proveía, sino en la posibilidad de construir un futuro mejor.  La muerte de la movilidad social en nuestro país es, entonces, una condena sobre el sentido de la escolaridad. En esto, el gobierno y la sociedad parecen estar de acuerdo