SOCIEDAD
Varados y coronavirus

Crónica de un regreso larguísimo (y quizás contagioso) desde Brasil

Un viaje de 43 horas desde el epicentro regional de la pandemia hasta uno de los hoteles en Buenos Aires donde se aísla y testea a los repatriados.

Cuarentena nota Facundo Fernando Barrio 20200513
Muchos varados regresan por tierra a través de los pasos fronterizos habilitados. | AFP

Desde la ventana del hotel veo la cúpula iluminada del Palacio Barolo y me produce una sensación extraña. Pasé los últimos dos meses mirando por una ventana, pero lo que veía hasta hace un par de días era una verdulería sobre la calle São Clemente de Botafogo, en Rio de Janeiro, donde quedé varado en un departamento de alquiler temporario en plena crisis por el coronavirus. La ventana del escritorio daba justo a una entrada para autos que abría un hueco de visibilidad entre los edificios que tapaban la calle al otro lado del pulmón de manzana. Lo único que llegaba a ver era ese local de venta de frutas, verduras y artículos básicos para la supervivencia doméstica (hice muchas compras ahí durante la cuarentena en Rio: solía haber menos gente que en el supermercado, menos probabilidad de contagio). Cientas de veces puse la mirada aburrida sobre ese local Hortifruti que creo que podré recordar por años. Y ahora veo la cúpula del Barolo desde la ventana de la habitación del hotel donde me aislaron hace un par de días, cuando llegué a Buenos Aires después de un viaje de 43 horas por aire y tierra desde Brasil, y también empiezo a asociarla a estos días odiosamente memorables.

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Domingo 26/4, Rio de Janeiro.

Hoy decidí volver a Argentina por mis propios medios.

Llegué a Rio de Janeiro hace dos meses por un proyecto laboral que iba a durar ese tiempo. Vine con una cantidad limitada de dinero y de días de alojamiento. Poco después de mi viaje explotó la crisis sanitaria. El plan de trabajo quedó frustrado. El gobierno argentino cerró las fronteras diez días después de mi salida del país. Las aerolíneas cancelaron sus vuelos internacionales. Adelanté la fecha de mi pasaje de vuelta pero también fue suspendido. Desde el principio estuve anotado en la lista de espera del consulado argentino para los vuelos especiales de repatriación organizados por el gobierno, pero no llegué a entrar porque la prioridad era lógicamente para la población de riesgo. Esperé a que agregaran más vuelos mientras hago cuarentena a voluntad (el gobierno brasileño de Jair Bolsonaro no cree en el aislamiento social obligatorio y Brasil ya tiene una de las tasas de contagio más altas del mundo). Pero los vuelos no aparecen y el dinero y el alojamiento empiezan a terminarse. 

Después de haber postergado la decisión durante semanas, finalmente me convencí de volver al país por mi cuenta y de la única forma posible: a través del cruce fronterizo de Uruguaiana - Paso de los Libres, a 2660 kilómetros de Rio de Janeiro y 680 kilómetros de Buenos Aires, único paso terrestre habilitado para regresar desde territorio brasileño mientras dure la pandemia. Viajar dos días por Brasil implica un riesgo de contagio evidente: el país va camino a convertirse en uno de los nuevos focos mundiales del covid-19. Sólo tiene sentido hacerlo si las condiciones de permanencia pueden volverse peores que el propio viaje. La perspectiva cada vez más cercana de endeudarme o incluso de quedarme sin casa y sin cobertura médica en una ciudad extranjera con su sistema de salud colapsado es una razón atendible para salir ahora de este país.

Para volver por tierra tengo que llegar primero a la ciudad brasileña de Uruguaiana, cruzar la frontera en el horario permitido de las ocho de la mañana a las cuatro de la tarde, pasar los controles sanitarios argentinos en Paso de los Libres y después viajar hasta Retiro en un servicio especial de ómnibus que paga el gobierno y que sale una vez por día. Para quienes no pudimos entrar a los vuelos de repatriación, el consulado en Rio recomienda tomar un ómnibus desde acá hasta Uruguaiana y luego seguir el trayecto hasta Buenos Aires: casi cincuenta horas totales de ruta más el tiempo de espera en la frontera, que en el mejor de los casos es de medio día.

Hay una alternativa: un vuelo doméstico desde Rio de Janeiro hasta Porto Alegre, capital de Rio Grande do Sul, y luego un pasaje de ómnibus nocturno hasta Uruguaiana, a 630 kilómetros de allí, para después completar el tramo hasta Buenos Aires, donde me alojarán en alguno de los hoteles que el gobierno de la ciudad dispuso como unidades de aislamiento obligatorio, temporal, monitoreado y gratuito para los porteños retornados al país.

Encontré pasajes para el próximo fin de semana. En cantidad de horas, este plan de regreso no será muy distinto a hacer el recorrido entero por tierra. Tampoco habrá menos peligro de contagio. Pero existe una diferencia convincente entre la monotonía eterna de cincuenta horas de ómnibus en la ruta y las variantes de un viaje con aeropuertos, escalas, taxis, terminales, salas de pasajeros, aduanas: movimiento. Las aerolíneas brasileñas tienen permitido operar algunos itinerarios dentro del país a pesar de la expansión imparable del covid-19. Los vuelos de Rio a Porto Alegre hacen escala en São Paulo, uno de los centros críticos de la pandemia. Acabo de comprar los pasajes y trato de convencerme de que no perjudico a nadie por aprovechar la desidia oficial en beneficio propio.

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Miércoles 29/4, Rio de Janeiro.

Desde que saqué los pasajes tengo la impresión constante de que algo va a salir mal. Demasiadas variables fuera de mi control: el funcionamiento de los medios de transporte en un momento de excepción, las políticas cambiantes de repatriación, la propagación de un virus tan contagioso. Voy a pasar dos días expuesto, recorriendo más de tres mil kilómetros cuando la ciencia dice que la única garantía contra el coronavirus es el encierro. 

Y encima recibo señales de que las cosas se pueden complicar. Hace unas horas me avisaron por mail que mi vuelo de pasado mañana a Porto Alegre está cancelado. Llamé a la aerolínea y una telemarketer me explicó que eso ahora pasa todo el tiempo: las empresas venden pasajes y recién después deciden si vuelan o no, según si completan o no los aviones. Logré reprogramar el vuelo para mañana al mediodía. Después quise hacer el check-in en línea pero el sistema no me lo permitió: “Por razones de seguridad, diríjase directamente a nuestro mostrador en el aeropuerto”. Algo va a salir mal: todo va a salir mal. Ya cerré las valijas. Estoy seguro de que mañana, cuando llegue al aeropuerto, me dirán que por algún motivo no puedo viajar.

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Jueves 30/4 al mediodía, São Paulo.

Pude viajar. Entré al aeropuerto de Rio de Janeiro a las nueve de la mañana y tardé menos de diez minutos en hacer el ckeck-in, pasar la revisión de equipaje y llegar a la puerta de embarque. El aeropuerto internacional Tom Jobim era un espectro de sí. A esa hora había menos pasajeros que personal de limpieza y de seguridad. Trajes blancos, guantes de látex, barbijos y escafandras, pulverizadores para desinfectar absolutamente todo. Olor a amoníaco. Una preocupación aséptica extrema, supongo que un nuevo paradigma aeroportuario, como la obsesión por los controles de seguridad después del atentado a las Torres Gemelas. 

Tomé mis propios recaudos: cinco barbijos descartables, lo máximo que quisieron venderme en la farmacia, y dos botellas de alcohol en gel, además del registro mental neurótico de no tocarme la cara por los próximos dos días. El contacto cercano con otros pasajeros es inevitable pero al menos la mayoría cumple con las normas de prevención. Quienes no lo hacen sacan lo peor de mí: me nace una repulsión insana por personas a las que identifico como vectores posibles de contagio. En la fila para subir al avión tenía detrás mío a un señor brasileño que hablaba por teléfono a los gritos, sin barbijo, mientras se me pegaba a la espalda. Vestía traje y maltrataba a alguien al otro lado de la línea. Me dije que tenía pinta de bolsonarista. Tal vez no lo fuera, pero lo detesté en silencio hasta que desapareció de mi vista cuando subimos al avión.

Ahora estoy en una escala breve en el aeropuerto de Guarulhos, São Paulo. El vuelo desde Rio fue corto y protocolizado: pasajeros nerviosos, tripulación distante, servicio a bordo suspendido. El avión viajó lleno; no escuché a nadie toser ni estornudar cerca mío. Tampoco hablar. 

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Jueves 30/4 a la noche, Porto Alegre.

Llegué a Porto Alegre. Aterricé a la tarde y vine directo en taxi desde el aeropuerto hasta la terminal de ómnibus de la ciudad. No sé si será sugestión pero el taxista también me recordó a Bolsonaro. Seseaba y escupía involuntariamente al hablar, igual que el presidente brasileño. Y tampoco usaba barbijo. Me daba conversación −yo estuve en Buenos Aires, me encantó Puerto Madero, ¿vos qué hacés acá?− mientras yo sacaba la cara por la ventanilla abierta y deseaba llegar a la terminal antes de que sus gotitas de saliva me impactaran en los ojos.

La terminal de Porto Alegre es un gigantesco enredo de dársenas, calles internas, rampas, boleterías, locales de comida y sectores de espera. Tiene una estructura que me recuerda a un mercado de abasto. Y está en pleno funcionamiento. Día y noche la transitan miles de pasajeros que toman servicios intermunicipales o interestaduales; personas que van y vienen por motivos de trabajo, familia, salud: cosas que no pueden desatender a pesar del riesgo de contagio (¿Qué pensarán ellos de mí? Un extranjero con barbijo no puede agradar a nadie en este momento). También están los que habitan la terminal: linyeras, familias sin techo, abandonados por la vida que de día buscan comida o dinero o alcohol y de noche intentan dormir un poco en algún rincón de la terminal. Mis cuidados maniáticos contra el covid-19 quedan caricaturizados al lado de la ruina de esas personas para las que el virus no es más grave que el hambre, el frío, la depresión, las adicciones, la sensación de muerte continua.

Estoy desde hace unas horas en el salón de espera de la empresa que me llevará en un rato a Uruguaiana. El ómnibus sale a las diez de la noche y llega mañana a las siete de la mañana, justo antes de que abran las aduanas en el paso fronterizo. Nueve horas de ruta. En la televisión anuncian tormenta eléctrica para la madrugada. Yo sólo pienso en que ojalá me toque viajar al lado de un asiento vacío.

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Viernes 1/5 al mediodía, Paso de los Libres.

Anoche me tomé un somnífero antes del ómnibus y dormí casi todo el viaje. Mientras hacía la fila para subir ya me veía compartiendo asiento con algún desconocido a pocos centímetros. O usando el baño del ómnibus… ¿la mierda transmitiría el covid-19? No fui al baño en todo el viaje. Y me tocó un asiento individual en una de las primeras filas del piso superior. Es una ubicación que trato de evitar siempre que viajo en ómnibus, porque es la más peligrosa en caso de accidente de tránsito. Pero esta vez fui el único pasajero cerca del parabrisas delantero y me pareció una suerte que me hubiera tocado ese asiento solitario.

Desperté cuando llegamos a la terminal de Uruguaiana a las siete de la mañana. Tomé un taxi hasta el paso fronterizo, esperé a que abriera la aduana brasileña, sellé mi pasaporte y tomé otro taxi para cruzar el puente internacional Agustín P. Justo - Getúlio Vargas hasta la aduana argentina, donde me recibieron dos gendarmes con barbijo que al principio me escrutaron como si fuera sospechoso de llevar un cinturón de explosivos. Un médico me apuntó un termómetro láser en la frente. Para las personas que llegan desde países considerados de alto riesgo por la pandemia, 37 grados son suficientes para declarar caso sospechoso de coronavirus y aplicar el protocolo de traslado al centro médico más cercano. El termómetro marcó 36,4 grados. Me dejaron pasar. Suelo argentino.

Casi toda la superficie de la aduana de Paso de los Libres está cubierta por un enorme playón de estacionamiento para camiones de carga, transportes de larga distancia y autos particulares, que en las temporadas altas de turismo llegan de a miles. Al lado hay unas pequeñas construcciones de ladrillo a la vista, de una sola planta, donde funcionan las oficinas aduaneras: los confines de la burocracia del estado nacional.

Hoy el gran playón está desierto. Desde que se habilitó como uno de los pasos fronterizos permitidos para volver desde el exterior mientras sigan cerradas las fronteras, Paso de los Libres recibe un flujo constante de ciudadanos argentinos que retornan por sus propios medios al país, pero son apenas decenas de ellos cada día y la mayoría viene sin auto. Hoy, por ejemplo, somos alrededor de cuarenta personas. Fuimos llegando desde temprano y ahora esperamos al ómnibus que por fin nos llevará a Retiro. Ya completamos una declaración jurada sobre nuestro estado de salud y dejamos constancia de nuestros domicilios. Ahora sólo nos queda pasar las horas. El ómnibus sale a las cuatro de la tarde, apenas cierre la aduana.

En la espera esto va tomando la forma de un viaje colectivo. Somos un grupo de pocos pasajeros que obligadamente compartimos muchas horas juntos. Se hace difícil evadirse de los demás. Alguien organizó un pedido de delivery de comida y anoté mi nombre en la lista. Ya se me terminaron las viandas y la YPF de enfrente está cerrada porque hoy es el Día de los Trabajadores. 

Trato de mantenerme alejado del lugar donde se amontonan casi todos: una galería de unos treinta metros cuadrados con bancos de cemento y madera, cubierta por una media sombra verde que protege del sol, ubicada entre los baños y las garitas de seguridad. La mayoría son mochileros o trabajadores itinerantes que llegaron por tierra desde distintos puntos de Brasil, del Amazonas para abajo. No guardan distancia, usan poco sus barbijos, comparten cigarrillos y mate. No sé si es que el virus les preocupa poco o si es que están viajando desde hace tantos días que ya se agotaron de las medidas de prevención, simplemente se entregaron al riesgo de contagio. No me da igual: voy a compartir diez horas de ruta con ellos.

El ómnibus a Retiro sale dentro de un par de horas. Estoy a la sombra de un árbol al fondo del playón, esperando a que llegue la comida que pedimos. Recién entré a Twitter para ver las noticias. Aerolíneas Argentinas acaba de programar un vuelo especial de repatriación desde Rio de Janeiro para la semana que viene. Ya no tiene ninguna importancia.

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Viernes 1/5 a la noche, terminal de Retiro.

Estamos en el ómnibus por entrar a Retiro. Esta vez no pude dormir nada en la ruta. Me pasé el viaje mirando Google Maps, como si la observación del puntito azul del GPS pudiera acortar las distancias entre los puntos de referencia en el trayecto paralelo al río Uruguay: Paso de los Libres, Concordia, Colón, Concepción del Uruguay, el río Paraná, Zárate, Campana, Escobar, la autopista Panamericana y ahora la terminal en Buenos Aires. Viajé en el piso inferior del ómnibus y otra vez me tocó un asiento individual. Delante mío hay un señor que tosió bastante durante todo el viaje. Tiene puesto el mismo barbijo descartable desde hoy a la mañana. Intento hacer memoria, recordar si en algún momento toqué con mis manos algo que hubiera tocado él.

Llevamos dos horas esperando arriba del ómnibus a que la policía nos autorice el ingreso a la terminal. Primero deben terminar de desagotar a otros contingentes de repatriados que llegaron antes que nosotros. Estamos frenados en un acceso trasero de Retiro. Los choferes bajaron a fumar a la vereda. Nosotros tenemos prohibido pisar la calle hasta que nos reciba el personal especializado del Ministerio de Salud: durante los próximos días, hasta que nos hagan el test de covid-19, seremos radiactivos. Algunos pasajeros se hartan y se ponen a fumar dentro del ómnibus, que no tiene ventanillas para abrir. El aire se pone espeso, la gente se pone impaciente. Protestas, gritos, alguna puteada, golpes a la puerta de la cabina de los conductores.

Ahí se acerca un patrullero. Parece que ya nos liberan la entrada.

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Domingo 3/5, Buenos Aires.

Llevo dos días en un hotel de la avenida Corrientes. O más bien: dos días en la habitación de un hotel. Al igual que en otras grandes ciudades del mundo, el gobierno porteño dispuso espacios de alojamiento obligatorio para personas regresadas del exterior, que estadísticamente conforman uno de los grupos de población que más contribuyen a la propagación social del virus. Desde que puse un pie en Retiro fui atendido como caso posible de covid-19. Me tomaron otra vez la temperatura, me hicieron más preguntas sobre mi estado de salud y luego me trasladaron en una combi hasta el hotel junto a los otros pasajeros con domicilio en la Capital Federal. Ingresé a la habitación a las tres de la mañana del sábado, después de más de cuarenta horas de viaje desde Rio de Janeiro.

Cuando llegamos recibimos indicación de encierro total en los cuartos hasta que nos hagan el test de coronavirus, lo que ocurrirá dentro de unos siete días, según nos anunciaron los voluntarios del Ministerio de Salud de la Ciudad que están a cargo de nuestro cuidado. No debemos ni asomarnos al pasillo. Sólo abrimos las puertas de las habitaciones cuando nos traen alguna de las cuatro comidas del día o cuando nos reparten toallas, sábanas, bolsas de residuos, lavandina. También se nos permite pedir delivery o recibir envíos de familiares a través de la recepción del hotel. Para evitar el contacto con nosotros, los voluntarios nos dejan las cosas sobre unos banquitos de plástico blancos que hay delante de las puertas de los cuartos ocupados. Y utilizan el procedimiento inverso para llevarse nuestra basura.

En las últimas semanas se publicaron algunas notas a repatriados disconformes con la atención que recibieron en los hoteles. Al menos acá no hay ninguna razón para quejarse. La habitación es grande, cómoda y limpia. Las comidas son buenas. Los voluntarios nos tienen una paciencia inexplicable. Y es todo gratis. Esta mañana leí una noticia que me hizo sentir especialmente aliviado de estar acá: hoy el gobierno decidió cerrar la frontera terrestre con Brasil hasta nuevo aviso.

No tengo síntomas de covid-19. No los tenía tampoco en Rio de Janeiro, pero ahora es distinto: el viaje abrió lugar para la duda. Me cuidé compulsivamente del virus, pero no puedo estar seguro de no haberlo contraído después de haber pasado dos días en contacto permanente con viajeros  desconocidos, provenientes de un país de alto riesgo, en espacios reducidos y cerrados. 

Dicen que el hisopado para el test es doloroso. Recién busqué información en la web y encontré una nota titulada: “Lágrimas y arcadas: reacciones que muestran que es correcto el hisopado para detectar covid-19”. Un médico explica que la muestra se obtiene con un hisopo de nylon flexible que se introduce varios centímetros por uno de los orificios de la nariz hasta alcanzar una especie de pared de membrana donde se comunican las dos cavidades nasales. Se hace presión con el hisopo, se lo rota durante algunos segundos y después se lo extrae. El paciente siente algo parecido a un sangrado. Luego se repite el procedimiento por la boca: el segundo hisopo debe ingresar sin tocar las paredes, los dientes, la lengua ni la úvula, y suele provocar una arcada cuando llega hasta la garganta.

Después las muestras van al laboratorio. Una vez que el hisopado está hecho, el paciente puede abandonar el hotel y esperar los resultados en su casa, bajo declaración jurada de cuarentena estricta. No veo la hora de que me hagan el test. Las ganas de descartar el contagio convierten a un hisopo hasta el fondo de la nariz en algo deseable.

Falta por lo menos una semana para que me tomen la muestra y otra más para que me confirmen si tengo o no covid-19. Ya empiezo a acostumbrarme a la habitación del hotel. Hay un escritorio bajo la ventana, que da al contrafrente del cuarto piso. Desde acá llegan a verse algunos edificios de la Avenida de Mayo. A esta hora ya apagaron la cúpula del Barolo. Jamás la visité en mis treinta años de vida en Buenos Aires. Si alguna vez lo hago voy a recordar estos días, toda esta extrañeza.