“Decidí escribir este libro cuando noté que mis vivencias no se diferencian mucho de las de otras personas y pensé que podrían servir a las familias, pero sobre todo a las personas que no tienen contacto con esta temática y son quienes más se incomodan con la discapacidad”, cuenta. La discapacidad de una persona produce dolor en una familia, nos enfrenta con nosotros mismos, con nuestras imposibilidades, genera sentimientos de impotencia y muchas veces reacciones desconocidas, producto de miedos y prejuicios irracionales.
Y Los incómodos es el nombre que eligió Elizabeth Aimar para hablar de esto, a partir de su experiencia como abogada y madre de Juani, un joven con parálisis cerebral. Los incómodos no son quienes tienen una discapacidad, sino los que se paralizan y no pueden ver la discapacidad, reaccionan de modo negativo, desde el prejuicio, a la defensiva, rechazan la diferencia y por eso se alejan o la ignoran. “Son los que no entienden, los que no pueden preguntar, los que no te invitan más a la casa porque les duele ver que mi hijo no puede jugar a la pelota con los suyos. Los incómodos son los que no tienen presuntamente ninguna discapacidad, pero sí la imposibilidad de abrirse para comprender y aceptar las diferencias”, dice Aimar.
“La discapacidad genera incomodidad en aquellos que no pueden empatizar siempre, aunque la convivencia se produzca por un período corto de tiempo. Existe una fantasía de pensar que algunas discapacidades son más incómodas que otras, pero no es así, porque el temor a lo desconocido es lo que ocasiona la incomodidad”, explica Aimar, quien señala la distancia entre las normas vigentes en la Argentina y la aplicación de esas leyes y los problemas culturales de la sociedad.
El Estado argentino suscribió la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y rigen una serie de leyes que amparan esos derechos, “pero al intentar ejercerlos emergen diversas barreras físicas, económicas y especialmente culturales que impiden alcanzar los beneficios a quienes tienen una discapacidad”, advierte la abogada. Un ejemplo de esa distancia entre las leyes y la realidad fue lo que le ocurrió a Alan Rodríguez, el joven con síndrome de Down que recibió su título secundario cuatro años después de haber egresado porque tuvo que recurrir a la Justicia para obligar al Instituto Jesús María de San Vicente de Paul a otorgárselo.
“Falta mucha comunicación sobre la realidad de las personas con discapacidad para que la comunidad no las excluya. Un Estado fuerte que revise el cumplimiento de las obligaciones asumidas”, afirma Aimar, la misma que en 1997 parió, tras un embarazo de cinco meses, un hijo que estuvo tres meses en incubadora. “Pueden recorrer el mundo buscando tratamientos o pueden disfrutar de su hijo y esperar su evolución”. Y así decidieron hacerlo. Juani hoy entiende todo lo que le dicen pero solo puede responder con un sí o un no con un sonido que acompaña con el movimiento de su cabeza. Estudia el último año del secundario y está independizado de su familia. Vive solo en una casa adaptada a sus necesidades, asistido por sus terapistas y acompañado por su familia.