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Educar para un mundo mejor: podemos empezar ya mismo

El mundo en el que cualquier persona con un celular en el bolsillo puede acceder a todo el conocimiento humano acumulado nos desafía a reinventarnos completamente.

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Hay una conciencia global humanista, de cuidado de la salud, del medio ambiente, y la descarnada transparencia del mundo online asegura que, al final de cuentas, las buenas acciones pagan. (Gabriel Rshaid) | NA

Siempre que se habla de la educación se lo hace casi invariablemente en un tono de implícita insatisfacción. Tema sempiterno de conversaciones catárticas, cauce natural de la crítica compartida, la educación se ha constituido en un crisol paradojal donde se funden, por un lado, la esperanza intrínseca a esta, la más noble de las actividades del ser humano, junto con un caudal inagotable de frustraciones propias y ajenas.

Quienes hemos elegido ser educadores, en plena conciencia de las implicancias de nuestra profesión – nunca mejor usada la palabra, ya que realmente se trata de una profesión de fe en el futuro – nos encontramos en el ojo de esta tormenta perfecta de cambios, incertidumbre, escepticismo y reglas de juego completamente diferentes a cuando hicimos esa elección.

El mundo en el que cualquier persona con un celular en el bolsillo puede acceder a todo el conocimiento humano acumulado nos desafía a reinventarnos completamente, ya que no somos más indispensables para que nuestros alumnos aprendan, cosa que harán todas sus vidas y no solamente cuando vayan a la escuela o la universidad. Los avances tecnológicos hacen que el presente sea infinitesimalmente efímero y el futuro incierto por definición, presentándonos un problema aparentemente de imposible resolución, cómo preparar a nuestros alumnos para un futuro que no podemos predecir y trabajos que aún no han sido inventados.

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Si a ello le sumamos el fenómeno de que cada vez vivimos más de nuestra vida online, con la consiguiente desnaturalización de muchas interacciones, incluyendo las relaciones personales, y que nuestros alumnos no poseen anticuerpos para discernir lo relevante frente al bombardeo alienante de estímulos constantes que configuran el mundo actual y futuro, se vuelve fácil comprender la perenne crisis educativa y un estado de perpetuo desconcierto.

Resulta estéril buscar soluciones técnicas en los ámbitos de formación profesional. Habituados eternamente, en una innegable reversión al propio rol, a abrevar de los expertos y gurúes que ya no existen más, ante un escenario complejo, cambiante e inabarcable, los educadores asisten, angustiados, a las más profundas contradicciones de las tendencias globales en educación.

La evaluación PISA de la OCDE, un bien intencionado esfuerzo por brindar un sistema más holístico en contraposición a exámenes estandarizados, se ha convertido en un ranking mediático de la autoestima colectiva de los sistemas educativos nacionales en el mundo, con las consiguientes distorsiones de los modelos de éxito inasibles de Finlandia o los países de Oriente, cuyas idiosincrasias los convierten en fenómenos únicos con lecciones difícilmente extrapolables.

Al pensar en el futuro de la educación nos encontramos frente a una situación verdaderamente esquizofrénica: desde los ministros de educación hasta los asistentes de aula que empiezan sus carreras, todos sabemos que se debe aprender más que enseñar, que no hay mejor lección que el fracaso, que la tecnología debiera verdaderamente revolucionar el aprendizaje y no ser sólo la digitalización del modelo tradicional, que la escuela debiera estar globalmente interconectada y acompañar a cada niño y niña en su desarrollo y no erigirse en juez unilateral de su desempeño escolar, a costa, muchas veces, de la frágil autoestima de nuestros alumnos.

Increíblemente, seguimos haciendo todo lo contrario. Basta repasar cada una de los axiomas anteriores, principios irreversibles aún frente a la incertidumbre del futuro antes mencionada, para darse cuenta que la escuela no sólo no propicia, sino que sus estructuras son contrarias a ese cambio tan imprescindible como urgente.

Pero, sin embargo, no estamos en un punto de quiebre sino de inflexión. Es el mejor momento de la historia de la educación.

Nunca antes pudimos aprender tanto, tan rápido. Somos la generación que pasará a la historia por haber inventado Internet, un cheque en blanco en relación al aprendizaje.

Estamos conectados con todo tipo de realidades, que nos hacen más diversos, tolerantes y empáticos.

Podemos aprender jugando, a través de juegos y simulaciones que hacen que aprender por fin sea divertido y fascinante, a cualquier edad.

Nos enteramos instantáneamente de avances y novedades en todas las disciplinas, haciendo que el conocimiento se propague exponencialmente para un progreso vertiginoso.

Nuestras relaciones afectivas trascienden el tiempo y la distancia y estamos conectados cada vez con más personas, resignificando vínculos que antes eran insostenibles.

Todos podemos crear. Vivimos en un mundo de infinitas oportunidades, donde cada individuo puede encontrar su lugar único, sin modelos predeterminados de éxito.

Tenemos cada vez más conciencia del otro al conectar de manera próxima con todo tipo de realidades en tiempo real.

El cambio constante, vertiginoso, no es más que una oportunidad para aprender. Cada instante nos trae algo nuevo y fascinante que podemos aprender si así lo queremos.

Los desarrollos tecnológicos, incluyendo la inteligencia artificial, prometen, por fin, acercarnos a solucionar algunos de los problemas que nos acompañan desde el comienzo de los tiempos, como el hambre, las guerras y las enfermedades.

Hay una conciencia global humanista, de cuidado de la salud, del medio ambiente, y la descarnada transparencia del mundo online asegura que, al final de cuentas, las buenas acciones pagan.

En definitiva, tenemos todo para construir, literalmente, un mundo mejor. Y la educación puede ser ya mismo un artífice de ello. Es tan simple como difícil, tan obvio como desafiante. Se trata, simplemente, de que cada uno de nosotros, los educadores, repensemos nuestro vínculo con el aprendizaje. Y no es solamente un cambio de rol.

Necesitamos redefinirnos no como expertos que enseñan sino como adultos que aprenden. Lograr revivir nuestra pasión por aprender, reconectar con la esencia de aquello que nos hizo elegir ser educadores. Y dejar de ser transmisores de conocimientos para ser inspiradores de pasión por el conocimiento.

Si podemos volver a nuestra verdadera vocación de aprender y la testimoniamos cada día en nuestras escuelas, la suma total de nuestros ejemplos vitales hará que todo lo demás venga por añadidura, y que todas las aparentes barreras para el cambio se esfumen instantáneamente.

Una escuela debiera ser una comunidad de personas apasionadas por el aprendizaje. Con eso basta para educar para un futuro mejor. Y lo podemos hacer ya mismo.

 

(*) El autor es fundador y director de The Learnerspace, consultora para el cambio e innovación y en educación.