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Lo queer, un atentado político

En La preparación de la novela, Roland Barthes recuperaba, con la melancolía del caso (porque “para nosotros... es inconcebible en el orden político”) el principio del Tao, que se expresa en el Wu-wei, el no actuar.

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En La preparación de la novela, Roland Barthes recuperaba, con la melancolía del caso (porque “para nosotros... es inconcebible en el orden político”) el principio del Tao, que se expresa en el Wu-wei, el no actuar. El Wu-wei es mucho más que el rechazo del acontecimiento. Es un método que implica una conducta de vida. No solamente evitar el acontecimiento, sino además no suscitarlo: no hacer nada malo, para no ser castigado; no hacer nada bueno, para no ser cargado de funciones absorbentes una vez adquirida una reputación. Abstenerse de ejercer autoridad, de llenar una función. No juzgar, hablar poco, no reconocer las oposiciones lógicas y morales y, de manera general, toda distinción.

Ese deseo irreprimible y al mismo tiempo irrealizable, el Wu-wei, tiene incidencias políticas absolutamente escandalosas porque toda nuestra civilización se funda en el Querer-Actuar (y el Querer-Asir), que implican un rechazo frontal a cualquier forma de anonadamiento, a cualquier desfuncionalización, a la vida que se niegue a ejercer autoridad sobre los otros.

Roland Barthes aisló esa noción precisa y preciosa como algo muy específico, muy cerca de una noción que, sin embargo, él no nombra: Wu-ming. Ese nombre fue, durante mucho tiempo, el que se daban a sí mismos los disidentes chinos y, más cerca en el tiempo, el nombre que adoptó un colectivo de escritores milaneses. Wu-ming es tanto lo anónimo como lo innombrable, tal como queda claro en la tercera frase del Tao Te Ching: Wu ming tian di zhi shi, “Sin nombre es el origen del cielo y de la tierra” (Wu Ming quiere decir, además, “no entiendo” en cantonés).

Recordé estos fragmentos de sabiduría extrema hace unos días, cuando la televisión recuperó una noticia del mes de marzo. Yo volvía de hacer trámites: entregar informes de investigación, firmar declaraciones juradas de cargos, presentar comprobantes que acreditaban mi participación en un congreso, firmar actas de evaluación, pedir renovaciones de contratos para personas que trabajan conmigo y, agotado como estaba de unas acciones que poco y nada tienen que ver con mi vida, salvo en el sentido de minarla lentamente, de acercarla cada vez un poco más a la muerte, escuché a dos conductores de televisión diciendo que “Sergia” era inmoral, un escándalo que no debía tolerarse, que su decisión era repugnante.

Sergia, como se sabe, se entregó al Wu-wei y al Wu-ming: lo innombrable y el fin de la esclavitud (nada más esclavizante que trabajar y, encima, hacerlo en una regional de la AFIP). Esa persona decidió cambiar de género, tal como la Ley argentina permite, lo que le dio derecho a jubilarse cinco años antes. ¿Por qué no hacerlo? ¿Por qué no fundar en ese acontecimiento el cese de todos los demás?

Yo mismo, cuando me enteré de su decisión, fantaseé con seguir sus pasos. Le dije a mis hijos y a mi marido que no tenía ganas de esperar la reforma previsional para ver cómo la derecha me arrebataba la posibilidad de escaparme de la muerte en vida a la que los trabajos que hacemos nos condenan. Dado que me llamo Daniel A(lejandro) Link, ¿por qué no presentarme ante el Registro Civil para pedir la corrección de mi nombre a Daniela Link? ¿A quién podría importarle? ¿A quién podría perjudicar? Aparentemente la sociedad no está dispuesta, como Roland Barthes había previsto, a una fuga hacia adelante como ésa: un glorioso shabat anticipado, la sustracción del propio cuerpo y la propia imaginación a toda forma de dominio y normalización.

La ley argentina, muy generosa, permite el cambio de género sin exigir ningún tipo de intervención médica, psiquiátrica o cosmética: entiende que cada cual será responsable de su propio destino y de su nombre. Pero la sociedad pretende que el cambio de género se funde en un malestar, y no en un proyecto de alegría, de desujeción, de emancipación del yugo esclavista.

Cambiar de género, pero no para llenar una función diferente, sino para no desempeñar ninguna. Cambiar de nombre para acercarse un poco más a lo innombrable: ¿papá, mamá, abuela, abuelo? Sigamos los pasos de Sergia, la reina del shabat, y que chillen los idiotas útiles.