Con carpas, tracks, pilchas con batik sesentoso, escenografías tecno -cuando no remiten a Mad Max-, y sobre todo con polvo hasta en las orejas, desde el 28 de agosto pasado y hasta el próximo 5 de septiembre el suelo desértico de Nevada, en Estados Unidos será un escenario al aire libre latiendo a costa de unos 80.000 “burners” (incendiarios) unidos por una pasión común: la música.
Desde 1986, la ONG Burning Man construye cada año una ciudad temporaria, Black Rock City, en el desierto Black Rock, en Nevada, en la zona oeste de ese país.
Allí, sobre ese arenero seco, que con poesía denominan “la playa”, artistas de diversas lenguas y latitudes –los burners- muestran su arte y se dejan ver, conectando música, espíritu, arte y algunos pliegues místicos.
Para los organizadores, la idea “festival de música” sería insuficiente para explicar la propuesta; se trata de “un festival de autoexpresión, donde a través de la libertad y el arte, puedes vivir una experiencia multicultural y espiritual”, detallan en el sitio oficial.
Tras dos años de silencio obligado por la pandemia, este 2022 regresaron dispuestos a incendiar el desierto entero, bueno… no literalmente aunque es cierto que los dos únicos actos oficiales del megaevento son la quema del Burning Man y la quema del Templo.
80.000 músicos en el desierto
Efectivamente, si bien en 1986 el momento cumbre del evento fue la quema de un muñeco de madera de 2,5 metros, en San Francisco, la piromanía creció como llama y hoy día ya estamos hablando de prender fuego a un muñeco de 35 metros de altura.
La idea rectora de este año es “waking dreams” (despertando sueños) y consiste en una invitación a explorar el poder transformador de los sueños personales.
A pesar de que aceptan donaciones, los organizadores –deudores de la cultura hippie- fruncen la cara ante el concepto “fines de lucro”. El lucro, sin embargo, sobrevuela las actividades en las que cualquiera que quiera puede participar, famoso o desconocido, con solo inscribirse en tiempo y forma.
No hay escenarios ni eventos oficiales, excepto las dos quemas mencionadas. Cada participante construye el propio, generalmente en madera o materiales accesibles.
A pedido de uno de los fundadores de Burning Man, Larry Harvey, la solidaridad y el respeto social deben ser un must durante los nueve días de convivencia en el desierto. Y al irse, no deben dejar en el ambiente rastros de su paso por la naturaleza.
Nevada, el sueño hippie
A diferencia de los festivales de música convencionales, Burning Man no firma contratos con agencias, artistas, productores ni bandas. Cada artista o banda que quiere ir, simplemente va y toca en la playa, siguiendo los pasos administrativos previos. No se les paga ni se les cobra; tampoco la organización publicita lo que hacen o van a hacer. Este año hubo 88 inscriptos.
Para los espectadores, asistir significa pagar desde US$ 575, mostrar un test de Covid-19 reciente o exhibir el calendario completo de vacunación contra el SARS-CoV-2.
Sobre el lugar predomina la práctica del trueque y el espíritu de colaboración. Este año, además, al aura surrealista general que sobrevuela el desierto, se suman dos aproximaciones nuevas a esta manifestación colectiva de los sueños de la comunidad:
- un activista de derechos humanos, el Dr. en Leyes Victor Pineda que, además es discapacitado motriz. Su participación en Burning Man 2022 quedará registrada en el documental “Unconfined” (“Sin confinamiento”). Su objetivo es inspirar a las ciudades a crear un futuro más inclusivo, accesible y resiliente;
- el Green Theme Camp Community, un grupo de burners que se organizaron para promover soluciones ambientales con la mirada puesta en Burning Man 2030, año tope y tal vez fatídico en el calendario del calentamiento global.