Con matices y tonos diferentes, la constelación ultra que recorre Occidente con Donald Trump, Javier Milei, Giorgia Meloni, Viktor Orban o los neonazis de AFD en Alemania tiene un denominador común: la obsesiva fabricación del enemigo. Los líderes de la derecha populista autoritaria mundial han comprendido a la perfección la enorme potencia regimentadora de la guerra que propugnan: en un contexto crítico, de fragmentación social y escisión individual, nada une tanto como la identificación del enemigo al que atribuir todos los males del presente.
Dicho mecanismo, una suerte de psicoanálisis invertido, tiene un objetivo perverso: bloquear una comprensión profunda de la crisis en curso y atizar el antagonismo social, capitalizando la frustración colectiva en beneficio propio.
La noción de “chivo expiatorio” es tan antigua como la historia humana. Se lo asociaba a la purificación de una comunidad que había agraviado a los dioses. La magia de la sangre sacrificial volvería todo a la normalidad, al equilibrio, al bienestar perdido. Una agresividad atávica, desconocida e indomable, venía así socialmente canalizada. Pero las causas del sufrimiento social quedaban ocultas. No estamos lejos.
La nueva derecha autoritaria o alt-right cultiva un belicismo fratricida que presupone el fin de la política, y por ende de la democracia. Sus fanáticos, convencidos de encarnar una pureza superior, pseudo religiosa, han identificado que la “decadencia de Occidente” (o de la Argentina pastoril de 1880, como dice Milei) tiene una serie de culpables a eliminar: los zurdos, el globalismo, lo woke, el feminismo, el colectivo LGTBIQ+, Soros, la casta, los extranjeros. Hoy en día, el discurso autoritario solo se erige demonizando a otro. Como vimos el 24 de marzo, esa vacuidad está llena de sangre.
Dicha manipulación de la frustración social es, en sentido estricto, un calco del antisemitismo: la existencia del enemigo cimienta paranoicamente el cuerpo político, coagulando la defensa de una identidad presuntamente amenazada. Se ha intentado comprender al fenómeno Milei a partir de la inflación, la corrupción o la penetración de las redes sociales. No obstante, tras los dilemas de la coyuntura, la total carencia de proyecto de país (concentrado en la motosierra) de los libertarios habla más del intento desesperado de estabilizar una identidad en crisis que de los temas en discusión. Hay que estigmatizar al otro para hacer la vida un poco menos insufrible.
Hay que mostrarse frío, tecnocrático, impasible: en eso, Trump y Milei no difieren. Ambos hacen de su rabiosa “autenticidad” dogma. El sentimiento narcisista de la autoafirmación estructura, en el caso de Milei, un fanatismo apuntalado por la ideología del mercado y su individualismo sádico-competitivo: el “todos contra todos”. Pero la profundidad histórica de la crisis no encuentra respuestas, sino pretextos y estereotipos llevados al paroxismo. De ahí que la dificultad para comprendernos como sociedad, como país, nos lleve a personalizar falazmente la crisis, como si la mera exclusión del enemigo fuese a resolverlo todo de un plumazo.
Hace más de un siglo, en su poema “Los Bárbaros” el griego Konstantinos Kavafis alumbraba con maestría el vacío que presupone la obsesión por el enemigo: ¿Por qué este desconcierto y confusión? / Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron. /Pero, ¿qué va a ser de nosotros ahora sin los bárbaros? / Esa gente, al fin y al cabo, era nuestro remedio. Dice “Bifo” Berardi que “el fascismo es la anfetamina de un cuerpo deprimido”: en efecto, la estigmatización del enemigo no es sino el anhelo de purificación de un alma indecente que no halla una salida.