Mussolini y Berlinguer
Cuando promocionaba Mussolini - Hijo del siglo, adaptación de la novela de Antonio Scurati sobre Mussolini en los 20, su director, Joe Wrigth, dijo: “Es una serie sobre la masculinidad tóxica”. Pero lo más tóxico en su versión de los años de gestación de algo de por sí intoxicante como el fascismo es el modo pleonástico que usó para contarlos. Aunque sea lindo que Luca Marinelli honre al viejo cine italiano recreando algunos modismos de Alberto Sordi, lo que más salta a la vista es el derroche de los recursos formales: blanco y negro, color, monocromo, falso documental, angulaciones expresionistas, decorados digitales, luces estroboscópicas, imágenes de archivo, saltos temporales, parlamentos eternos mirando a cámara, malograda banda sonora rebalsando de ruidos y gritos acoplados al estrago diegético que produce la música de Tom Rowlands de los Chemical Brothers... Un asfixiante mundo de imágenes sobremanipuladas, cuyas salidas se bloquearon.
Pocos meses antes, se estrenó La gran ambición, largometraje sobre una figura política menos rutilante, Enrico Berlinguer, quien sin embargo estuvo a un tris de lograr que el PC llegara al poder en Italia a fines de los 70 y que resulta, en comparación, poco menos que perfecta.
Pese a caer en el sentimentalismo, se vale de un elegante combo de ficción y archivo que da aire a la trama. Su director, Andrea Segre, no tira todo a la parrilla por miedo a que no alcance, ni promueve la pesadez que se siente al salir de un tenedor libre; al contrario, calcula el peso de lo que pone en cuadro como haciendo caso a la famosa afirmación de Jean Rouch: “Prácticamente no hay frontera entre el cine documental y el de ficción”.
Previsiblemente, Mussolini - Hijo del siglo acumula más críticas positivas porque no es lo mismo un producto de plataformas que el cine, y porque hablar de fascismo está de moda. Pero también por razones de orden más sensible: saboteados por cientos de espejitos de colores que emergen 24x7 de las pantallas, nuestros ojos no saben discriminar ni decir que no; agarran todo lo que queme las retinas.
Wrigth parece haber querido sacar partido de este signo de época yendo contra los buenos ejemplos que hay en la historia del cine y la televisión en cuanto a mezcla de técnicas, estilización o deconstrucción narrativa. De lograr una segunda temporada (Scurati continuó la saga con más libros), haría bien en morigerarse eludiendo al menos los efectos de obsolescencia programada.
Podría, por ejemplo, intentar una adaptación en la misma clave de una vieja y magistral serie de otro inglés, Peter Walkins, dedicada igualmente a una figura histórica, el pintor noruego Edward Munch, en la que la antiortodoxia narrativa no neutraliza hechos reales.
O bien seguir a Segre en su búsqueda de equilibrio y resolución estética, confiando en la historia y sacando excesos y sobrantes a patadas. Después de todo, es lo mismo que hicieron los italianos, en la Plaza de Loreto de Milán, con el cadáver del Duce.
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