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violencia y reacción

La ira de los privilegiados: antifeminismo, una identidad de las nuevas derechas

El avance de las mujeres desata una reacción misógina global: crecen los ataques y la disputa por el control del cuerpo femenino.

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Kast. El preferido para la presidencia de Chile, antifeminista. | AFP

María Elena Walsh plasmó en Sepa por qué usted es machista (Humor, 1980) decenas de frases que hoy podríamos usar para describir a los políticos y militantes de la nueva derecha: (Usted es machista) “porque se siente dios, aunque no sea ministro”; “porque en realidad le gustan más los hombres, aunque no ejerza”; “porque no soporta la idea de un rechazo sexual hacia usted o hacia otro, y cree que la bella siempre debe estar a disposición de la bestia”; o “porque usted es un burro y, en lugar de corregirlo con tiempo y esfuerzo, lo disimula con agresividad”.

Cada ola y avance en derechos y justicia (ya sea para mujeres, personas trans, homosexuales, migrantes, personas negras) provoca casi de inmediato reacciones que buscan frenarlo, revertirlo o deslegitimarlo, pues cada logro cuestiona privilegios históricos. Reconocer este patrón es clave para entender que los ataques al feminismo forman parte de un proceso de larga data.

El cuerpo de las mujeres sigue siendo un campo de batalla en medio de una ola reaccionaria que se mueve al ritmo de los algoritmos. A las mujeres que viven su sexualidad con libertad se las castiga con desprestigio social, algo que, curiosamente, no les ocurre a los varones, que tampoco son señalados cuando son padres ausentes o no pagan la cuota alimentaria. Desde niñas se les inculca que deben encontrar a un hombre que las proteja y entregarle la vida, cuidándolo como si fueran su madre y él un niño que recibe aplausos por lavar un plato o barrer en vez de ser tratado como un adulto funcional. Históricamente, se ha criado a las mujeres para creer que su lugar es “el hogar”, para girar alrededor de egos masculinos frágiles y relegar las propias necesidades. Esa socialización persiste en la adultez y lleva a que muchas mujeres que no quieren ser madres o no tienen pareja sientan que fracasaron, convencidas de que su papel en el mundo es “ser madres y esposas”.

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El silencio está llegando a su fin y los misóginos, al ver sus privilegios amenazados, reaccionan con ira y resistencia. El dominio sobre las mujeres está tan incrustado en la identidad masculina tradicional que, cuando ese control se limita, algunos varones lo viven como una pérdida de “derechos”, como muestran Milei, Trump, Bukele, Kast y los influencers de la machosfera, la red global digital que difunde odio contra las mujeres. En las nuevas derechas en ascenso, el antifeminismo es un pilar de su identidad política y un eje de su proyecto inquisidor, donde exhiben su necesidad de dominar y humillar para calmar inseguridades nacidas de sus propias represiones y obsesiones patológicas con lo sexual.

El cuerpo de la mujer se convierte en algo que debe domesticarse, achicarse y ocupar menos espacio, replicando un canon que les impone casi la misma cara a todas. En cambio, muchos varones, como se ve a diario en redes sociales, pueden no mirarse jamás al espejo, pero sentirse jueces del cuerpo ajeno y decidir si una mujer está “gorda” o “fea”. La mujer queda reducida a objeto, como explicó Simone de Beauvoir al mostrar que la idea de “mujer” fue construida desde la mirada masculina.

Autoras como Beatriz Ranea Triviño invitan a “desarmar la masculinidad”, a la que define como un conjunto de mandatos socializadores que se forman dentro de entramados institucionales: una narrativa cultural y una construcción histórica y social que disciplina los cuerpos mediante “expectativas y mandatos que componen el reconocimiento de la hombría”. La masculinidad pertenece al terreno del reconocimiento, no del ser; exige demostrar constantemente al grupo de varones que “se es un hombre de verdad”, rechazar todo lo asociado a la feminidad para ser admitido como tal e incluso buscar aprobación masculina a través del “humor” misógino. El hombre debe probar todo el tiempo que no es homosexual ni mujer (considerados inferiores).

La vida cotidiana de las mujeres está atravesada por estrategias constantes de autoprotección, como evitar calles, compartir ubicación o avisar “amiga, llegué”, prácticas sin equivalente en la experiencia masculina. Todas vivimos o conocemos a una mujer que sufrió acoso en el trabajo, en la calle o en cualquier ámbito. Aun así, el antifeminismo insiste en que las denuncias arruinan carreras, hecho que la doble llegada de Trump contradice. También repite mitos sin sustento: las denuncias falsas no llegan al 0,2 por ciento. El panorama global es aún peor: según la ONU (2025), 840 millones de mujeres, casi una de cada tres, han sufrido violencia física o sexual. En el mundo, una mujer es asesinada por su pareja cada diez minutos. Este cambio no será completo hasta que los varones también den un paso al frente: frenen a su amigo que cruza la línea, corten el chiste misógino, no miren para otro lado, denuncien si saben algo. Como dice Gisèle Pelicot: “la vergüenza tiene que cambiar de bando”.

Paradójicamente, muchas mujeres, incluso quienes ocupan cargos públicos y se declaran “no feministas”, olvidan que gracias a la lucha feminista hoy pueden votar, estudiar, trabajar, divorciarse, abrir una cuenta bancaria, ejercer los cargos que tienen, hablar en público sin temor a una hoguera y firmar lo que escriben sin recurrir a “anónimo”, como recordó Virginia Woolf. Critican al feminismo diciendo que “se pasó tres pueblos” o que es “radical”. Pero cuando nos llamen “extremistas” por exigir que cesen los asesinatos y abusos contra mujeres, hay que recordar que en un mundo donde la Justicia sigue en manos de quienes se benefician del silencio y del machismo institucionalizado, como demuestra el caso Epstein, pedir justicia real para las mujeres violadas, abusadas o asesinadas no es un exceso, sino un deber.

* Politóloga.