A 29 años del atentado a la AMIA: la esperanza que se demora enferma al corazón
Por Marcelo Polakoff. Rabino del Centro Unión Israelita de Córdoba desde 2002.
Lo que en la actualidad es casi moneda corriente en los titulares de los diarios de todo el mundo fue macabramente dado a luz en Buenos Aires en la década de los 90. Desde los atentados a la Embajada de Israel en 1992 y a la AMIA en 1994 hemos sumado a la larga lista de tragedias nacionales el horroroso honor de haber convertido a nuestro suelo en la sala de partos del terrorismo fundamentalista, un fenómeno que ha marcado a fuego el inicio del nuevo siglo. Y que mal que nos pese, pareciera que lo seguirá marcando.
"Tojelet memushajá majalá lev", o sea "la esperanza que se demora enferma al corazón". Así dice el Rey Salomón en la Biblia, en el capítulo 13 del libro de los Proverbios. Enorme sabiduría comprimida en tan pocas palabras. Es que a condición de que no se la estire demasiado, de que no se amplíe su expectación, la esperanza es realmente buena. De hecho, además, es un síntoma de cambio, una sedienta pasión por un futuro más prometedor. Porque el que no espera, y no por eso desespera, es como si aceptara pasivamente la situación en la que se halla, sin pretender modificación o avance alguno.
Sin embargo, la esperanza, como la memoria, es por definición activa. Por eso la espera, con la esperanza, vive simultáneamente en dos épocas: aquella que ya acontece y se va atravesando, y la que está por venir. Vale decir que no existe esperanza desinteresada. Pero cuando, como dice la Biblia, la esperanza se demora, enferma el corazón. Y a 29 años del atentado a la AMIA, es evidente que tenemos el corazón enfermo.
Vivimos en un mundo que tiene el Occidente con poco fundamento y el Oriente con mucho fundamentalismo. Y estamos enfermos de ser espectadores de frases hechas, enfermos de tener que seguir repitiendo que la onda expansiva de cualquier atentado tiene que vivirse como propia, enfermos de seguir insistiendo en que la impunidad es la mejor garantía para un próximo desastre, y más aún, estamos enfermos de exigir lo que por derecho nos pertenece.
Pues bendita sea nuestra enfermedad. Porque nos aleja de la indiferencia y de la apatía. Porque nos hace doler cuando a otros les duele, no importa cuán lejos se hallen. Porque nos hace partícipes necesarios de la lucha por un país mejor. Porque nos contagia pasión por la justicia. Y porque nos incuba asco por la impunidad.
Los que se matan y asesinan buscando infames paraísos, los que pervierten la justicia, y los que cierran los ojos, nos sepultan como humanidad.
Que se acabe el mundo de esos vivos. Se lo debemos también a los muertos en la AMIA. Y a nosotros mismos.
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