Avanzando por tropiezos
Cabanchik propone que en el error, en el equívoco, en el enredo, se juega también el sentido de la filosofía. El paraíso del saber sería ese instante edénico en que Adán y Eva ya conocieron el sabor de la fruta prohibida pero aún no fueron expulsados.
El ensayo es hijo del cuaderno: el papel, esas hojas en blanco cosidas que invitan a ser escritas en cursiva. La expansión del ensayo coincidió con la difusión de la cursiva humanista, veloz, clara y fluida. A esto se suma un yo que se busca mientras escribe. En cierto sentido el ensayo es un cuaderno único porque registra un yo singular y, a la vez, cuaderno borrador, porque es un yo polifónico que se conoce enchastrando renglones.
El cuaderno de Cabanchik hereda esos registros. No define el ensayo: lo practica. Lo escribe como un cuaderno que se lee de corrido, donde cada entrada se enlaza con la anterior. Por eso abre con Platón: el que expulsa a los poetas de la República es el mismo que, en el Fedón, narra la muerte de Sócrates y su llamado divino a la poesía. Entre fábulas de Esopo y delirios del Fedro, la filosofía declara la guerra a la poesía, pero al mismo tiempo no puede vivir sin ella. Ese vaivén es el primer tránsito del cuaderno: la filosofía escribe contra la poesía, pero con recursos poéticos.
El movimiento sigue hacia Valéry, autor en el que la poesía no compite con la filosofía: la intensifica. De Valéry se pasa a Borges y el tránsito se vuelve natural: de Platón a Valéry, de Valéry a Borges, el cuaderno acumula fragmentos donde la poesía piensa con igual fuerza que un tratado.
Pronto Frege es reducido al absurdo en su egología, pero aprendemos de su intento. Entra Pessoa y sus muchos, con la máscara de Caeiro, y corta por lo sano: no hay filosofía, solo cosas. Árboles, piedras, vacas. De súbito aparece Lezama Lima. Pescar la luz. Escribir lo súbito. Lo súbito no como improvisación, sino como irrupción: un acontecimiento que ilumina de golpe. No puede con su genio Descartes. ¿No es el cogito también un súbito? Tras la duda, de pronto, la certeza.
En el último ensayo, La comedia de la filosofía, Cabanchik propone que en el error, en el equívoco, en el enredo, se juega también el sentido de la filosofía. El paraíso del saber sería ese instante edénico en que Adán y Eva ya conocieron el sabor de la fruta prohibida pero aún no fueron expulsados. ¿No es acaso ese acto fundante una travesura? Desde allí, la filosofía se parece menos a una tragedia solemne que a una comedia de enredos: avanza por tropiezos, se cae y se levanta, malinterpreta los papeles, necesita del equívoco para avanzar. La comedia no se mide por la moraleja final, sino por la experiencia de la estructura, por el movimiento mismo y la risa que desarma lo demasiado serio.
Por eso el libro cierra en clave cómica. Tras los cuadernos, los súbitos y los fragmentos, la comedia aparece como la figura que resume todo: filosofía como escena cómica del pensamiento, donde lo importante no es la conclusión solemne sino la gracia del movimiento. Y si, como se ha dicho, la comedia es tragedia más tiempo, la filosofía encuentra en ese intervalo su lugar: lo que parecía caída se vuelve ocasión de risa, lo que parecía fracaso se transforma en peripecia. Así, la comedia no rebaja la filosofía, la salva de su propia gravedad. Esa es, finalmente, la apuesta de Cabanchik: que incluso en su gesto más racionalista la filosofía guarda un resto de súbito poético y de comedia inevitable.
La comedia de la filosofía
Autor: Samuel Cabanchik
Género: ensayo
Otras obras del autor: Introducciones a la filosofía; El abandono del mundo; Wittgenstein. Una introducción; La redención de la realidad; El revés de la filosofía; El absoluto no substancial
Editorial: 17 Grises, $ 28.000
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