Con su última novela, Gabriela Cabezón Cámara ganó el National Book Award
Con traducción de la estadounidense Robin Myers, “We are Green and Trembling” obtuvo el premio que antes habían logrado Julio Cortázar en 1967 y Samanta Schweblin en 2022. Escritora y traductora comparten un premio de 10 mil dólares, sin contar el enorme prestigio que significa ese galardón, uno de los más influyentes en lengua inglesa. El año pasado, la escritora argentina había recibido el Premio Perfil a la mejor expresión en ficción.
La escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara (Buenos Aires, 1968) recibió el jueve pasado el premio a la mejor literatura traducida por parte de la edición 76 del National Book Awards, de Estados Unidos. La distinción es por su novela Las niñas de naranjel (Random House, 2023), que también incluye a la traductora norteamericana Robin Myers. Ambas comparten un premio de 10 mil dólares junto al prestigio en habla inglesa, algo que ya ocurrió con Rayuela, de Julio Cortázar (1967), y Siete casas vacías, de Samanta Schweblin (2022).
Pero antes de que la novela se tradujera como We are Green and Trembling (New Directions), el año pasado recibió muchos más premios, a saber: Premio Fundación Medifé Filba de Novela, Sor Juana Inés de la Cruz (Feria del Libro de Guadalajara, México), Premio Perfil y Ciutat de Barcelona de Literatura en Lengua Castellana.
Hace casi un año, al recibir el Premio Perfil a la mejor expresión en ficción, Cabezón Cámara expresó: “Agradezco a Editorial Perfil por dar estos premios en un momento de oscurantismo, donde la cultura, el periodismo y el cine están siendo asediados y aparentemente queriendo ser destruidos. No lo están siendo, y resistimos”. En su discurso en la ceremonia en Nueva York, al recibir el NBA, dijo: “Voy a hablar en español porque sé que a algunos fascistas no les gusta”.
Sin discrepar con esto, debemos tener en cuenta que los fascistas también leen, escriben y censuran. Esto último les encanta, aquí y en Estados Unidos, donde prohibir libros en establecimientos educativos ya es deporte nacional. Esperemos que la versión en inglés de Las niñas del naranjel supere los prejuicios, aunque no podemos ser optimistas en este punto.
Ahora bien, ¿mba’érepa? Que en guaraní significa, ¿por qué? Y es la pregunta que, de manera constante, las dos niñas de dicha etnia le plantean al personaje principal de la novela. Reitero esa sonoridad envolvente: ¿mba’érepa? ¿Por qué esta novela es tan reconocida en el mercado editorial? Desde ya, no es casual y es tarea de esta nota justificar por qué debe ser leída, incluyendo a fascistas que, si bien disfrutarán de una instancia literaria notable, no dejarán de serlo.
En tanto referencia histórica, en bastardillas, se lee –interrumpida por el relato de un narrador omnisciente (y no tanto)– la consumación de una carta a su tía por parte de Catalina de Erauso (1592-1650). Monja alférez, vasca, prófuga del reino disfrazada de hombre, cuyas memorias (sospechadas de apócrifas) son el reflejo invertido de una Juana de Arco, en sí nada santa y más que belicosa. O belicoso. Y aquí el primer fantasma que constituye la matriz de la novela: Catalina es Antonio, u otro, y es ella y el hombre, sin ser pérdida de identidad, al contrario. Su vida, como escribe Cabezón Cámara, es una “vida de andar”, una deriva, una forma de perder y perderse para ganar, otra paz, otra forma de ser en sí, abandonando el bestialismo del imperio.
El contraste de esas dos narraciones diferencia tonos en este ejemplo: “El pájaro, un milagro a su manera. Irisado. Tan veloz y tan quieto. Mueve sus alas con tal velocidad que no se ven. Y está suspendido en el aire hasta que se va. A las flores. Que no sabía me decía, querida, que a él también quitábale la paz esa imagen del mundo desierto pero más quitábasela la cuestión de cómo habrían de resucitar los cuerpos: ¿Enteros? ¿Con lengua para hablar? ¿Necesitarían hablar los Justos como necesitamos hablar los mortales para entendernos? ¿Y qué necesidad de entendernos tendríamos cuando ya no tuviéramos necesidad de nada?”.
A la fugaz visión del colibrí sigue el discurso de la crónica de Indias, el documento para la majestad, el de la burocracia religiosa para signar como nadie al que ya han condenado. Porque si hay algo en la acción, es la violencia descarnada de la conquista, esa brutalidad sin ton ni son, el porque sí de matar, porque el otro ni siquiera es nada, como el indio. De hecho, el capitán de la conquista sabe del mal que hace y su destino ante las palabras de su falso asistente (Catalina): “Dices que imposible es matar, que no he matado a nadie. Qué listo, pero qué listo que eres. Apenas si les he adelantado la muerte a algunos. Soy fuego que no quema, un santo asesino. Eres muy listo, sí que lo eres. Y yo, inocente”. Así el verdugo es consigo indulgente, pero los fantasmas no abandonan, están en la selva, el manglar, en ese territorio que la novela sugiere y niega fronteras.
Un soldado salva al capitán del ahorcamiento de un indio y el soldado espeta, para nada simbólico: “Estos negros de mierda analfabetos, los civilizás, les enseñás a limpiarse el culo y cuando pueden, te la dan. Hay que matarlos a todos”. Ese negro, tan actual… Hay una lengua aquí, desencajada, una lengua de exilio. La completan frases en vasco: Ardo gehiago, ergel basatiak! (¡Más vino, locos salvajes!). El resultado de la ordalía es el fuego, la destrucción, como siempre. Y esto contrasta con la soldadesca leyendo el Quijote como humor, hasta que en la infame noche, al cerrar el libro, todo está ahí, en un orden tan perfecto como criminal.
Tal vez la escritora rechace las referencias que siguen, pero encuentro aquí reflejos de Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, y en la triple frontera de una lengua que nos puede salvar (si esto es posible) de la novela Mar paraguayo, de Wilson Bueno (Brasil, 1949-2010), escrita en portuñol-guaraní, publicada y prologada por Néstor Perlongher en el año de su muerte. Sí, Perlongher, el del poema Cadáveres, que comienza así: “Bajo las matas/ En los pajonales/ Sobre los puentes/ En los canales/ Hay cadáveres”.
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