El emperador romano que dejó el palacio para luchar con bestias en el Coliseo
Hijo de Marco Aurelio, Cómodo prefería combatir como gladiador y cazador de fieras antes que reinar. Los cronistas romanos lo retratan como un tirano narcisista que escandalizó Roma hasta su asesinato en 192 d.C.
Lucio Aurelio Cómodo ascendió al trono en el año 180 d.C. como el heredero perfecto: hijo del venerado Marco Aurelio, educado en filosofía estoica y rodeado de los mejores maestros. Sin embargo, muy pronto el joven emperador reveló una personalidad radicalmente distinta. Según el historiador Casio Dión, que escribió su Historia Romana apenas una generación después, Cómodo despreciaba las obligaciones del gobierno y sentía una atracción irresistible por la violencia espectacular de la arena.
A partir del año 190, el emperador comenzó a desaparecer del Palacio Palatino durante días enteros. Se le veía entrenando en el Ludus Magnus, la gran escuela de gladiadores junto al Coliseo, vestido únicamente con el taparrabos y empuñando armas reales. Herodianus, testigo casi contemporáneo, describe cómo Cómodo se hacía llamar “Hércules Romano” y ordenaba que lo representaran en estatuas con la piel de león y la clava del semidiós.
El clima de esta obsesión llegó cuando el propio emperador entró en el Anfiteatro Flavio para combatir públicamente. La Historia Augusta, aunque a veces exagerada, coincide con Casio Dión y Herodianus en los detalles esenciales: Cómodo apareció cientos de veces (Dión habla de 735) como venator, cazador de bestias. Desde una plataforma elevada y protegida, lanzaba jabalinas contra leones, leopardos, osos e incluso elefantes y un rinoceronte traídos expresamente de África.
El Coliseo Romano, el centro de todas diversiones del emperador Cómodo
Ningún combate era justo. Las fieras llegaban debilitadas por el hambre o drogadas; los gladiadores que osaban enfrentarlo recibían armas de madera o plomo mientras él blandía hierro afilado. El emperador mataba sin riesgo y, según Casio Dión, cobraba al tesoro público un millón de sestercios por cada salida a la arena, una suma astronómica que agravaba la crisis financiera del Imperio.
Roma, acostumbrada a espectáculos brutales, nunca había visto algo semejante: su príncipe, vestido de gladiador, bañándose en sangre y vísceras ante una multitud obligada a aclamarlo. Senadores y caballeros debían asistir bajo amenaza de muerte; quien mostrara asco era ejecutado al instante. El Coliseo, símbolo del poder romano, se convirtió en el escenario privado de un megalómano.
Cómodo fue más allá: renombró la ciudad como Colonia Commodiana, cambió los nombres de los meses por títulos que lo glorificaban y ordenó que se le rindiera culto como dios vivo. Monedas oficiales lo muestran con los atributos de Hércules; inscripciones lo proclaman “invicto” y “fundador de Roma”.
La farsa terminó la noche del 31 de diciembre de 192 d.C. Tras anunciar que asumiría el consulado del año siguiente vestido de gladiador, sus colaboradores más cercanos —la concubina Marcia, el prefecto Leto y el chambelán Eclecto— decidieron actuar. Lo envenenaron; al fallar el veneno, el atleta Narciso lo estranguló en su bañera. Cómodo tenía 31 años.
Historiadores como Edward Gibbon y Anthony Birley consideran su reinado el punto de inflexión hacia la crisis del siglo III. El emperador que dejó el palacio por la arena no solo humilló la dignidad imperial, sino que demostró, con sangre y oro, hasta dónde puede llegar la corrupción del poder absoluto cuando nadie osa detenerla.
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