teatro para leer

El escenógrafo como sueñero de mundos

Cora Roca, en “La escenografía argentina”, relata esta fascinante historia desde antes del virreinato, reivindicando “una gran conquista que forma parte de nuestro patrimonio cultural”. El libro expone de manera rigurosa y documental los primeros pasos en las rancherías, herencia teatral de los jesuitas, con la precaria técnica de aficionados españoles, los brillos punzó del primer Teatro de la Victoria de 1838, y las transformaciones italianizantes de los períodos constitucionales e inmigratorios.

Roca. La actriz, docente e investigadora, autora de La escenografía argentina (Eudeba). Foto: cedoc

“El escenógrafo joven argentino está bien ubicado en el teatro contemporáneo. Domina el conocimiento de su oficio, sabe de la urgente necesidad de buscar formas renovadoras y su inquietud lo lleva así a proyectar nuevas arquitecturas teatrales, a inventar dispositivos técnicos y experimentar materiales. Su vocación toma realidad en un infinito de variaciones expresivas originales”, aparecía rotundo en el Boletín del Fondo Nacional de las Artes en 1962. La firma era de Saulo Benavente, ya convertido en uno de los principales escenógrafos locales por sus trabajos con el independiente Grupo Teatro de Buenos Aires, los teatros IFT y San Martín, y con destacadas puestas comerciales en Europa y Latinoamérica. Lo fabuloso de esta afirmación es que la escenografía argentina como tal no superaba los cuarenta años desde su institución formal con los clases de Rodolfo Franco en la Escuela Superior de Bellas Artes. Saulo, en compañía de Germen Gelpi y Mario Vanarelli, eran parte de los primeros egresos bajo la tutela magistral de Franco, el mismo que en simultáneo “argentinizaba” el Teatro Colón en los 20. La actriz, docente e investigadora Cora Roca, en La escenografía argentina (Eudeba), relata con nombres propios y testimonios esta fascinante historia desde antes del virreinato, reivindicando “una gran conquista que forma parte de nuestro patrimonio cultural”. 

Leído en conjunto con el imprescindible Homenaje a la escenografía argentina (2015), de la misma autora y editorial, el presente libro expone de manera rigurosa y documental los primeros pasos en las rancherías, herencia teatral de los jesuitas, con la precaria técnica de aficionados españoles, los brillos punzó del primer Teatro de la Victoria de 1838, y las transformaciones italianizantes de los períodos constitucionales e inmigratorios. El criterio realista de telones pintados, sin ninguna armonía entre tablas, luces o vestuarios, imperante ya en la época colonial, sería quebrado con una nueva generación alrededor del Centenario, que llega con las ambiciones de las vanguardias escénicas. Entre ellos, muchos que además entendían que la escenografía no era un hecho plástico sino dramático, se encontraba un joven que regresaba a Buenos Aires tras un paso prolongado en Francia y España. 

A partir de 1923 Rodolfo Franco se transformaría en el generoso pater familias de la escenografía argentina, subraya Roca, alternando una descollante carrera de artista plástico con las puestas en el Teatro Colón y la dirección de los flamantes talleres de escenografía en Buenos Aires y La Plata. Hora cero de la escenografía que coincide con el ascenso de las clases medias, que desborda los teatros céntricos creando compañías filodramáticas e independientes en los barrios, que empiezan a ubicar a la Argentina como uno de los países con más salas del mundo. 

Significativo, además, en la óptica de la autora de Días de teatro: Hedy Crilla, se realizan las primeras muestras de bocetos, maquetas y figurines en galerías y museos, en el reconocimiento generalizado de la escenografía, en aquella edad de oro del arte argentino contemporáneo. 

Arte total. Rodeado de pintores como Antonio Berni y Alfredo Guido, y arquitectos de la influencia de Martín Noel y Vladimiro Acosta, modernizó al profesionalizar Franco el medio con una visión total e integral del hecho teatral. “A partir de ese entonces, el escenario de nuestro teatro máximo se llena de nuevas formas y colores, pues Franco realiza la modificación de la instalación eléctrica, comprende claramente la importancia de la luz en el espectáculo como valor expresivo, y establece la importancia de la fusión de lo corpóreo con lo pictórico. En el taller de escenografía del Colón forma jóvenes en el oficio, quienes serán los futuros profesionales”, recordaba uno de sus discípulos, Mario Vanarelli, en una de las tantas citas recogidas por Cora Roca. 

El vínculo maestro-discípulo, que en la escena vernácula parece de gran peso específico y se extiende al ámbito audiovisual, es uno de los rescates lúcidos que Roca despliega en el capítulo de cierre, “Legado y actualidad”. De Mario Vanarelli, la escenógrafa y vestuarista Inés Leroux, de premiada carrera en tevé y teatro, recuerda que cuando “me surgía algún inconveniente en la labor, de inmediato mi mente iba hacia mi maestro y me preguntaba: ‘¿Esto cómo lo hubiera solucionado Vanarelli?’”. 

Herminia Jensezain, directora artística de Tadrón Teatro, rememora a Roca las creaciones visionarias de Gastón Breyer. Y habla del “objeto épsilon, otra creación del maestro. La idea de un objeto que no sirviera para nada y tuviera movimiento. ¿Puede un objeto no servir para nada? Y si no sirve para nada, ¿puede pensarse? El objeto épsilon es un objeto que solo puede preguntar. Así nos inspiraba para el diseño y la creatividad”, remata la agradecida discípula de Breyer, éste docente universitario, autor de varios libros fundantes de la especialidad y, sobre todo, innovador de la escena desde el minimalista montaje de Carlos Gorostiza, en el Teatro La Máscara, en 1949.

La vida en el teatro. Saulo Benavente por Marcelo Salvioli, Germen Gelpi por Maydée Arigós, Luis Pedreira por Héctor Calmet y Eduardo Lerchundi por Andrea Suárez son los otros dúos que conectan distintas etapas del arte escenográfico recopilados por la investigadora. Y las motivadoras fronteras que los fundadores imprimían con sellos personalísimos, condice Roca, adecuadas a las exigencias de directores y dramaturgos que cocinan colectivamente en el horno de la creación y que, juntas, hasta el presente definen la singular identidad teatrera argentina, ligada a las luchas y preocupaciones sociales. Franco, tras llevar al primer coliseo argentino autores argentinos y abonar el camino de los que venían, renuncia al Colón luego del golpe de 1930. 

“El escenógrafo comparte con el director la responsabilidad de la puesta en escena”, repetía a sus alumnos Saulo Benavente. Y podría pensarse para una memoria integrada de las artes escénicas que cabe a las generaciones posteriores sacar del olvido, que en estos lares toma la forma de inexistencia, el arte de la escenografía que desaparece una vez que el aplauso se adueña del escenario. Cora Roca marcó, pionera, el camino, no solamente atenta a las dramaturgias y los actores, y contó la historia del teatro criollo desde la única perspectiva holística. Desde aquella del escenógrafo, sueñero de mundos.