El lenguaje herido
Quienes sigan a Florencia Gutman en las redes sabrán de su gusto por la autoficción y de la influencia que la obra de Rachel Cusk tuvo sobre su trabajo, pero si hay una novela con la que Nunca supe cuál era el sabor de una anguila eléctrica puede emparentarse, más allá de sus dimensiones, esa es El estilo de los elementos de Rodrigo Fresán.
Reducir el argumento de una novela a una única frase o a unas pocas líneas puede resultar un alarde de simplificación; mayor temeridad sería reducirlo a la feliz elección de su epígrafe. Aun así, el lector precipitado puede mantenerse en sus trece y no salir del todo mal parado: un texto se refleja en su epígrafe en la medida en que éste da en el blanco. Es el caso.
Nunca supe cuál era el sabor de una anguila eléctrica, la primera novela de Florencia Gutman, es un ejercicio de la memoria sin rencores y sin pases de facturas, una autobiografía camuflada entre los colores y el follaje de la literatura, un diario de vida escrito sobre los altares y el gesto ampuloso del manifiesto generacional y una historia de exilios y desarraigo que (sin embargo) no concede del todo su encanto melancólico al tono elegíaco o al sabor agridulce de la evocación crepuscular: la preserva una fina ironía y un humor preciso y siempre a tiempo que retuerce y transforma aquello que potencialmente puede resultar una escena trágica en su inmediato reflejo invertido: el absurdo. Y esa voz que sustenta el poder de un prestidigitador para llevar a cabo el artilugio tal vez sea el mayor acierto de la novela, una narradora ya no poco o nada confiable que alimenta la duda y la sospecha del lector, sino abiertamente ambigua; una voz que se mueve entre palabras de un “lenguaje herido” y en una frontera inestable y temporal entre la niñez y la adolescencia, un territorio donde los hombres no hacen pie y al que exploran de forma torpe y a ciegas, un lugar que Juan Comperatore señaló como el punto de intersección entre el saber y el desconcierto. Ese acierto, esa decisión sobre como narrar los hechos del pasado, esa elección sobre la toma de distancia demuestra que parte de la buena narrativa es también aquella que hace caso omiso a las tentaciones y a la seguridad instrumental que ofrecen algunos sistemas cerrados.
Nunca supe cuál era el sabor de una anguila eléctrica, a su manera, austera y delicada, es también una novela familiar y como tal hay en ella secretos inconfesados, peleas, escenas como postales y viejas fotografías en blanco y negro y en ese color “Kodak amarillento” que la narradora, en un juego algo macabro, intervendrá para rearmar un álbum familiar que refleje una historia alternativa, un “árbol genealógico” donde insertar su presencia, una suerte de efecto inverso al de la foto del retrato familiar de Volver al futuro. Pero acaso lo que se quiera descubrir con mayor ahinco sea la historia de un padre a la que se persiguió por largo tiempo.
Quienes sigan a Florencia Gutman en las redes sabrán de su gusto por la autoficción y de la influencia que la obra de Rachel Cusk tuvo sobre su trabajo, pero si hay una novela con la que Nunca supe cuál era el sabor de una anguila eléctrica puede emparentarse, más allá de sus dimensiones, esa es El estilo de los elementos de Rodrigo Fresán: ambas comparten, entre otras cosas, la extrañeza de ser pensadas y escritas con palabras rescatadas de un lenguaje herido.
Nunca supe cuál era el sabor de una anguila eléctrica
Autora: Florencia Gutman
Género: novela
Otras obras de la autora: Adonde van las nubes
Editorial: Trapezoide, $ 18.000
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