Envenenadores
El Petiso Orejudo, el asesino de niños, casi pasa al otro lado por matar al gatito mascota de los presos de la cárcel del fin del mundo.
El domingo volvíamos caminando con la perra, después de comer en la parrilla del barrio. Había sol y hacía frío, pero, como dice mi amiga Sonia Scarabelli: estamos yendo de a poco hacia la luz del verano. Una señora venía en dirección contraria, también con un perrito. Nos habló, volví sobre mis pasos. Dijo que tuviéramos cuidado, que estaban envenenando pichichos. ¿Quién?, le dije. No sabemos, pero ya mató uno. Y en la plaza también pusieron veneno para ratas… ¿Será la misma persona?, dije. No, no, esos son los del Gobierno de la Ciudad. Tengan cuidado y avisen a los demás, volvió a recomendar y siguió camino.
Esa noticia me dejó inquieta el resto del día. Me quedé pensando en los envenenadores de animales. Cuando era chica era bastante común que algún vecino tentara a perros y gatos con bolas de carne amasadas con vidrio molido. Nunca llegábamos a saber quién era: un asesino serial que atacaba según algún capricho que no podíamos detectar para armar un patrón. O tal vez un copycat admirador secreto de ese killer escurridizo. Hace poco mi hermana, quien vive en Paraná, me contó que en su cuadra había alguien que les tiraba con una escopeta de aire comprimido a los gatos. La Pelusa volvió a la casa con una pata herida. Pasaron la voz en el WhatsApp de vecinos. ¿Quién podía ser el francotirador? Nadie tenía idea.
Qué maldad tan rara puede haber en el corazón de alguien que mata un animal porque sí, por diversión… El Petiso Orejudo, el asesino de niños, casi pasa al otro lado por matar al gatito mascota de los presos de la cárcel del fin del mundo. Esos hombres, que habrían cometido también actos horribles, no soportaron que el Petiso arrojara al minino al fuego.
Unos años atrás, seguía a alguien en Facebook. No lo conocía, pero teníamos mucha gente en común. Escribía muy bien, sus posteos eran muy buenos. Siempre hablaban del suicidio de su padre, de una madre desequilibrada, de libros que había leído o estaba leyendo. Los textos nunca eran pelados, siempre los acompañaba de alguna foto. En la última época antes de su debacle, decía que estaba sin trabajo y sin plata, que iban a desalojarlo, etcétera. Sus contactos le ofrecían ayuda, comida, unos pesos, se armaban cadenas solidarias. Creo que eso fue en la pandemia. Cuestión que mientras la gente se organizaba para salvarlo de ese naufragio, alguien lo reconoció como el “asesino de gatos”: un tipo que había sido famoso unos años atrás, luego del escrache y cientos de denuncias de proteccionistas que habían sido su coto de caza. Adoptaba a los animalitos y después los torturaba y mataba. Todos nos quedamos muy impresionados y fue el cotilleo en nuestros muros y por chat un buen rato: cómo habíamos podido caer en sus redes (literal).
Quizá la mujer que me previno sobre los envenenadores el domingo, solo quería entablar conversación con alguien y las mascotas son una buena excusa. Una vuelta que mi gato estuvo perdido y puse su foto por todos lados con mi número de teléfono, me llamaron varias mujeres diciendo que lo tenían o que lo habían visto en su techo, cuando el gato ya estaba de nuevo en casa. Le explicaba a cada una que había aparecido, que había sacado todos los carteles que pude, que gracias por su preocupación. Sin embargo, insistían: lo estaban viendo en ese mismo momento, el que yo tenía en mi casa no era mi gato, era un doble.
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