Iconoclastas religiosos, medioevo, renacimiento y el origen de la imagen romántica
Al fervor religioso iconoclasta se suma la representación en el Islam. En el tránsito del Medioevo al Renacimiento encontramos las claves de un romanticismo que, entre la fotografía y el cine, da forma a una aparente noción de libertad.
La imagen del cuerpo en el Islam
Durante la lucha entre iconódulos e iconoclastas, nace el Islam en el siglo VII, que prohibirá las imágenes, adhiriendo a la iconoclastia hasta hoy. La razón de la prohibición es la de siempre: evitar la idolatría. En consecuencia, el arte islámico será abstracto y se desarrollará con “arabescos”, recurriendo a complejas representaciones abstractas de flores y plantas regidas en sus formas por patrones matemáticos. Hay una figura central, que podría evocar al único Dios y líneas derivadas sobre proporciones numéricas. Pero si desciframos esa ley matemática nos encontramos con la representación de la naturaleza y la vida, arcos que nacen de una flor, único centro dador de vida que afirma la unidad del Creador. Pero no está el cuerpo.
En el Islam hay una subversión iconódula que no alcanza el nivel de una rebelión. En efecto, las iluminaciones de los libros en Persia tenían figuras humanas de gran sensualidad que desaparecieron posteriormente. Hay palacios en Siria con pinturas murales, y en el Egipto fatimita hubo imágenes de hombres y animales con gran influencia bizantina. Podríamos concluir diciendo que la prohibición de la representación del cuerpo se infringe más cuanto más lejos se está de La Meca.
El cuerpo en el arte del Medioevo cristiano
El arte medieval cristiano, superada la iconoclastia tanto en Occidente como en Oriente, ya no intenta provocar una emoción, sino generar una creencia. Los cuerpos ya no se cifran en su perfección ni en su belleza, están presentes en los mosaicos, pero son puro símbolo sin relación con la realidad.
El simbolismo se completa con el desprecio por la perspectiva natural que genera estas imágenes hieráticas, frontales y rígidas, nada más lejano del erotismo del cuerpo clásico o helenístico. El Hombre ya no es el centro, el centro es el Misterio, Dios.
No existe el cuerpo real en la Edad Media, ni mucho menos el desnudo, el arte está al servicio de la enseñanza de la fe. Lejano del mundo tiende a elevar el espíritu, el cuerpo está presente pero es secundario, solo interesa el alma.
Es interesante analizar las respuestas de las religiones del libro frente al cuerpo en el arte. Los católicos, después de la polémica de los iconoclastas, lo permiten siempre que esté “geometrizado” al punto de ser abstracto, que no sea natural, que no tenga perspectiva, que sea frontal, que evoque al Misterio y no al Hombre.
¿Existe un arte judío? Existen imágenes de símbolos de la religión judía, como la Menorah, o el Templo de Jerusalén, o la estrella de David. “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellos ni los honrarás” (Ex. 20:3-6).
El Renacimiento y después
Hacia el final de la Edad Media, en Italia, el Hombre comienza a reaparecer en la escena de la cultura de Occidente y también su cuerpo.
Se vive un desprecio por el puro símbolo, por lo hierático: los italianos usan el término “gótico” para referirse despectivamente al arte del Norte, un arte minimizado por primitivo, desarrollado por los godos, considerados unos bárbaros germánicos. A su vez, Vasari y los florentinos llaman “Maniera greca” al arte bizantino, también en forma despectiva. De forma paulatina, el Hombre se apodera del centro en la ciencia, en la literatura y en el arte que ya no está en Dios como en la Edad Media. El dogma está en crisis.
Brunelleschi descubre, o redescubre, las leyes geométricas de la perspectiva natural que indica el horizonte, vuelve a la cúpula del Panteón que remite al infinito matemático, así la ciencia desplaza al dogma y la Tierra ya no es el centro del Universo. Entonces aparece el cuerpo como invocación del misterio de lo creado, de aquello que somos, ya perdido el Paraíso. Es el “Renacimiento” del cuerpo de la cultura clásica, de la belleza griega que había sido expulsada por la religión institucional; es el cuerpo cuya forma se equilibra con la idea y que se acerca –de acuerdo a Hegel– al Espíritu.
El cuerpo, vestido o desnudo, exhibiendo la belleza o relatando el interior - representando héroes, santos, mártires, vírgenes o desnudos-, en el futuro ya no perderá el centro de la escena del arte. Nace la arqueología en busca de las obras de arte clásico salvadas de la destrucción iconoclasta, renace lo bello en el arte, idea y cuerpo están en armonía.
Más tarde, durante el Barroco y el Rococó, el cuerpo se representará como en el Helenismo; será la expresión de nuestro interior, de nuestras emociones y sentimientos, tendencia que se exacerbará más adelante, durante el Romanticismo.
El cuerpo ya no es un fin en sí, es bello y erótico, pero más allá de su belleza ya no representa lo bello puro, sino que está dominado por la emoción que nos provoca la acción o la contemplación. Volvemos a la centralidad adánica, somos autorreferenciales, el Misterio quedó atrás, queremos someternos a la razón, comer nuevamente el fruto del árbol prohibido.
La aparición de la fotografía y el post romanticismo
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la fotografía comenzó a competir con ventaja en la representación y el cine, por primera vez, mostró el mundo como es: movimiento. No en vano Arnold Hauser llama al siglo XX “el siglo del cine” (Arnold Hauser, Historia social de la literatura y del arte, 1951); también Danto, en “El final del arte”, sostiene que el arte como representación ha sido reemplazado por la fotografía y el cine.
Esta invasión irresistible empuja a la pintura y a la escultura hacia un refugio maravilloso: la visión misteriosa del interior humano que una vez más se representa con el cuerpo. Sin embargo, expreso mi disidencia con la opinión de Arthur Danto, quien considera que el arte, desde entonces, representa solamente los sentimientos del artista, tema que veremos más adelante.
Este será el sino de todos los “movimientos”, la búsqueda del interior, de lo sustancial desde el abordaje de lo aparente: el cuerpo que una vez más obra como máscara de la identidad, o del alma, según se prefiera. (¿Es la misteriosa identidad solamente otro nombre del alma? ¿Es el alma su refugio?). O recordando a los griegos. el cuerpo, como el mundo, ¿está sometido a leyes geométricas que lo dominan?
Se repite entonces el interrogante, la crisis de Warburg: ¿el arte es una función de ciertas estructuras del pathos, de estructuras emocionales que están depositadas en nuestra memoria y se repiten inexorablemente en nuestra producción artística desde el inicio de los tiempos?
Los Pathosformel son predominantemente cuerpos: diosas, ninfas, brujas, santas poseídas por el éxtasis divino o diabólico; dioses, héroes, santos, obreros, reyes, cuerpos bellos y eróticos, o cuerpos hincados en oración o mirando al cielo.
Es cierto que está en discusión la libertad. Estamos en pleno pensamiento postromántico, que implica la existencia de leyes misteriosas que nos gobiernan: las leyes secretas del romanticismo. Recordemos que Warburg es de la misma época post-romántica que Freud, Darwin y Marx, entre otros, quienes -salvando enormes distancias- son todos descubridores de leyes interiores, de leyes secretas de la memoria y de la conciencia, del espíritu y del acontecer social, de la naturaleza, leyes que nos gobiernan sin que lo sepamos. La libertad es aparente, es sólo un fenómeno.
Por tanto, ateniéndonos a Warburg, existirían Pathosformel, cuyas leyes ocultas dominan nuestra conciencia, nuestra evolución, nuestro devenir social y que, por supuesto, dominan el arte, imponiendo roles inevitables que adoptan distintas apariencias con el avance de la cultura. El arte no es libre. Atrás, contenidas por Mnemosyne, están siempre las “formas del Pathos.”
Mucho antes, en Fausto, Goethe nos había planteado que la liberad en la cultura y la civilización, la experiencia ilimitada de la Ilustración, sólo se puede obtener con un pacto con el Diablo.
En “Fausto” la mundanidad, la Diosa Razón y la libertad de la Revolución Francesa, son perversiones que conducen a Fausto hacia un placer efímero, pura vanidad (lo vano, lo vacío, la soberbia adánica de dominar el caos con la razón), un placer diabólico que termina cuando termina el pacto.
*Coleccionista de arte y presidente de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes
AB
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