Los hits
A lo lejos se oyen los primeros motores del ocaso ensuciando el silencio que ha metido a Beatriz en una órbita gomosa.
El día abre espléndido. Aire liviano, seco, veintiséis los grados de temperatura; intermitentes rulos de viento arrastran como rebaba de la tiricia dominguera los sonidos que ejecutan las familias enjambradas a orillas del Canal Saint-Martin. Solo el traqueteo cansino de una lancha diminuta fabrica las jorobas líquidas que en los bordes de concreto perecen. El dragueur, que de súbito erige su humanidad frente al éxtasis contemplativo de Beatriz, pretende cortejarla, ofrecerse como guía de la ciudad para aquella muchacha recién llegada. Es un sujeto simpático, con el cabello ensortijado, lentes sin marco y la frente surcada por canalillos de cultivo; había dejado nacer un bigote delgado sobre los labios gruesos. Tiene el cuerpo metido en unos jeans azules y camisa blanca de algodón (el rechinar del cuero asado en el restorán de enfrente expone una viva relente de ajo, atenuada por los perfumes que escupen las flores pubescentes de la magnolia plantada junto a la placa mansa). Es entonces que se dedica a remontar, junto a su nuevo amigo parisino, los hits citadinos: Arco del Triunfo, Jardines de las Tullerías, La isla de la Cité; Puente de las Artes, Notre Dame, hasta clausurar la tarde con el ascenso a la monumental torre de hierro trenzado. Ahhh (largo suspiro), desde lo alto obtiene unas vistas espléndidas del paisaje inconmensurable en ese momento del día en que se produce la última reserva de luz natural; Campo de Marte recibe los reflejos del disco multicolor que sigilosamente rueda hacia el milagro de la transformación, ardientes luces que se amplifican con el resplandor de un incendio selvático, antes de develar el avance de la nocturnidad. A lo lejos se oyen los primeros motores del ocaso ensuciando el silencio que ha metido a Beatriz en una órbita gomosa en la que está girando a miles de vueltas por segundo. Como participante de un rito de exploración psicotrópica. Y todo cabe allí, en ese instante.
Había arribado a la Gare d’Austerlitz a bordo del Expreso Puerta del Sol, el tren nocturno que entre 1969 y 1996 unía, y sin transbordo fronterizo, Madrid con París; 1370 kilómetros en algo menos de quince horas. “En París me esperaba una amiga de mi tía que me hospedó en su casa, pero como aquel día necesitaba terminar unos trabajos que debía entregar, me pidió que dejara las valijas, me dio dinero, un mapa y me pidió que volviera al atardecer, y fue así que pasé el día con ese muchacho que, si bien no perdía la esperanza de que yo me fuera con él a su departamento, se comportó como un caballero”. Ese primer día, Beatriz abrazó la certeza de que su estancia en la capital francesa modificaría para siempre sus patrones perceptivos, una fuerza que florece tan bella como inevitable, un atractor extraño que había germinado en algún lugar. Muchos años atrás.
A comienzos de 1973, y luego de algunas conexiones de trasbordo, desembarcó en Madrid para establecerse durante cuatro meses en casa de un amigo de su padre. Los vapores tóxicos de la dictadura franquista se propagaban como reguero de pólvora por la capital que no ofrecía lo que Beatriz buscaba y que sí encontraría en París. Algo muy pequeño en principio, tan diminuto que resultaba casi invisible en su origen, y que, sin embargo, abría una perspectiva nueva y luminosa que a través de un orden superior estaba tratando de expresarse. Fue allí donde apareció la literatura.
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