Un oficio insalubre
El árbol partido que inclina sus ramas sobre el canal, aleteo tartamudo que es también memoria del sauce que escupe los pelos sobre otro tiempo, donde solo ocurrirá el temblor de unas hojas contra el cielo, o sea algo, algo más.
Una calle de grueso adoquinado, gruesos adoquines gastados, con un fino hilo de pasto creciendo entre ellos, hilo de pasto que brota y se expande, al igual que lo hace Lucía en su memoria (me dice: adoro los adoquines, he vivido rodeada de ellos, horado mi propia historia y siempre aparecen. Ciudades lejanas, de savia macerada por huellas que se confunden tanto con la indiferencia de la piedra). Se agacha, arranca el hilo de pasto, lo lleva a la boca y queda así, mordisqueándolo.
La fórmula que inspira a quien gusta ir de aquí para allá limando ciudades, países, continentes, es siempre la misma: salir volviendo. Sin importar la duración del periplo: dos días, tres meses, un año, lo mismo da. Se parte con la certeza del regreso. Existe otra clase de personas que esquivan el contrato, optan por una versión lateral de la travesía; cierran la puerta y ya, besitos byebye. Héctor pertenece a este grupo. Dejó Valencia a los 21 –antes que naciera Lucía, la niña que tuvo junto a una chica que conoció en un bar y frecuentó durante una semana–, hoy carga con 47. Partió (¿escapó?) sabiendo que jamás regresaría, que nunca vería en persona a su hija. Desde entonces ha vivido en casi todas las ciudades reconocibles del globo (nunca elige zonas rurales, las detesta). Habla seis idiomas si contamos el griego, que enhebra con cierta dificultad. Mantiene en Valencia un pequeño departamento que le acerca una renta estrecha (650 euros al mes). Con eso, más lo que raspa de sus trabajos temporarios, se las ingenia para establecerse durante el plazo que considere en el sitio que le apetezca; se las arregla, decía, para pagar los boletos de avión o bus o tren cuando define el siguiente paso. Aquí, en Lovaina, lleva algo más de cuatro meses, interiorizándose en el ciclo completo de la cebada, desde que se trabaja la tierra y se la siembra, hasta que se la embotella transformada en cerveza.
El árbol partido que inclina sus ramas sobre el canal, aleteo tartamudo que es también memoria del sauce que escupe los pelos sobre otro tiempo, donde solo ocurrirá el temblor de unas hojas contra el cielo, o sea algo, algo más. (Héctor agrega: cualquiera de mis vuelos, aun el más alto, siempre comenzará por quemar las alas en el pálido fuego, cualquiera de mis vuelos –reafirma–, aun el más largo –completa con menguado reposo siestero–).
Detrás, al fondo del decorado que sazona nuestra charla, la hierba tierna y tupida remonta mansas olas de tierra acolinada. En las macetas fabricadas al costado de la cañada están naciendo las primeras flores que pare la época: azules, amarillas, también coloradas. Dos niños tiran de una cuerda que ahorca una alambrada; un hombre sencillo alimenta a las palomas. Estas llegan hasta la mano que les entrega semillas o migas. No obstante, los gorriones se acercan al hombre con igual confianza que las palomas. Creo percibir una recóndita sensación de seguridad. Son las cuatro de la tarde y me detengo en el cogoteo de los vasos térmicos con agua caliente dentro de los bolsos, los tés, los gofres. También los racimos de uva blanca y granate.
Gastado por el trajín de los viajes, el galope sin regreso, los huesos en maleza que aprietan de manera tal que extirpan los suspiros. Con lucidez, reflexiona Héctor, que aprendió a tener solo memoria para el enemigo y para el amor, única memoria sin olvido ni perdones. Para la derrota, el ron; para la victoria, corazón. (Vivir es un oficio insalubre.) De vez en cuando remueve su historia con la zarpa del fantasma que merodea y acecha. Es curioso, cavilo: en estas tierras donde nunca lastima el verano, en las que los cielos jamás arden, la lluvia descolgaría nostalgias, y de pronto él, hirviente de amor y de ira, recuerda ese nombre como un lejano gemido del mar: Lucía.
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