educación

La inclusión digital es un derecho

La pandemia provocó el cierre de los edificios escolares, un tema hoy en debate. Es evidente que grandes cantidades de estudiantes y también de docentes no tienen acceso a dispositivos tecnológicos y conectividad de calidad. ¿Qué hacer?

Dificultades. Las laptops y los celulares fueron herramientas clave. Pero todo se complicó en hogares con un sólo teléfono para todo, no sólo la escuela, o con varios estudiantes en la familia. Foto: cedoc

Entre las múltiples caras de la inclusión que más me preocupan a la hora de abordar lo educativo la principal es la pobreza, profundizada con la pandemia. También la deuda con las propuestas para las personas con necesidades especiales, que es de larga data. Hay otros aspectos que llamativamente siguen resultando poco evidentes, más allá del enorme esfuerzo por ponerlos en agenda, por ejemplo, el acceso de las niñas, jóvenes y mujeres a los saberes y las carreras tecnológicas.

Voy a concentrarme aquí en la inclusión digital, cuya falta tiene un profundo impacto en nuestra región en los sectores más vulnerables y en los ámbitos rurales pero que, además, durante la pandemia reveló su complejidad en modos que no habían sido anticipados.

Partamos de una premisa: cada estudiante de la educación básica o superior necesita un dispositivo conectado a internet para poder acceder plenamente al aprendizaje y, también, como sabemos desde hace tiempo, a las experiencias, las formas de participación y los bienes culturales que se crean y/o se ponen a disposición en la virtualidad: los diarios y los medios de comunicación locales y los de otras latitudes; todas las expresiones del arte que circulan en las redes sociales; las producciones de la investigación científica; todas las formas del juego y el entretenimiento; las propuestas que tienen que ver con la salud, la prevención y el buen vivir; los materiales de valor educativo en general, ya sea que se hayan desarrollado o no con ese propósito, y todo aquello a lo que quiera o necesite acceder porque ese es su derecho.

La inclusión digital es un derecho. A partir de mediados de la década de 2000 el tema se instaló en la agenda de las políticas públicas, específicamente en el ámbito de la educación. Ya en ese momento quedó claro que era necesario tener en cuenta tanto el acceso a dispositivos como a una conexión a internet de calidad. En los programas de acceso desarrollados en el transcurso de la década de 2010 en numerosos países de América Latina la prioridad, en general, fue conectar los edificios escolares y entregar computadoras a docentes y estudiantes, que en algunos casos podían llevarlas a sus hogares mientras que en otros permanecían en las escuelas. Con excepción del plan Ceibal de Uruguay, que universalizó la política, en el resto de los países los programas se suspendieron, diluyeron o perdieron fuerza. Los cambios en las políticas; la alta inversión requerida; el no tan evidente impacto en los resultados educativos -evidencia discutible porque estamos hablando de un derecho y no de una promesa educativa atada meramente a los aparatos-; los enormes desafíos logísticos y de mantenimiento; el mayor acceso de amplios sectores de la población a teléfonos celulares, y la priorización de otros temas en la agenda educativa son algunas de las razones que explican el declive en el interés por el tema. Muchas de las computadoras recibidas siguen circulando en las instituciones como imagen de ese derecho que, en un momento, se garantizó.

La pandemia se convirtió en el analizador crudo de las deudas en materia de inclusión digital. En 2020, las y los estudiantes sin acceso quedaron desconectados, completamente afuera de las propuestas educativas. Si suena duro es porque lo es. Los esfuerzos que se hicieron en toda la región para llegar por otras vías son destacables. Se crearon cuadernillos impresos y programas de radio y televisión elaborados por especialistas y docentes, algunos de los cuales participaban al frente de esos programas. Me consta que las y los docentes rurales recorrían las casas distribuyendo materiales y acercando y recogiendo la tarea. Pero no alcanzó más que en situaciones excepcionales porque la escuela es más que eso. Requiere la construcción de propuestas sostenidas por alguna manera de presencia, física o virtual, que solo pudo darse en los casos en que los estudiantes estaban conectados de algún modo, por precario que fuera. En América Latina y el Caribe la evidencia indica que en trece países más de 32 millones de estudiantes de entre 5 y 12 años no lo estaban.

Entre las familias que renunciaban a la comunicación por temas vinculados al trabajo, seguramente precario, para poner a disposición los datos móviles contratados durante los primeros días del mes -luego se agotaban- para que sus hijos pudieran de algún modo continuar con la actividad escolar y las otras familias que hacían críticas severas a las escuelas para que aumentaran las horas de encuentro sincrónico entre docentes y estudiantes hay un abismo. Uno social que devino educativo.

La pandemia hizo muy evidente la necesidad de todos de estar comunicados. Directivos con docentes y estos entre sí; directivos y docentes con familias y estudiantes, y estudiantes entre ellos. Algunas instituciones tenían plataformas que podían sostener estas comunicaciones, pero eran la minoría. Los teléfonos celulares, y especialmente WhatsApp, desplegaron la potencia que habían ido cobrando en los últimos años más para las comunicaciones informales que para las de uso educativo sistemático. Los grupos de familias (“el chat de mamis y papis”) organizados por curso y criticados incluso por quienes los utilizan habitualmente se convirtieron en la estrella del momento. Para los docentes, dada la coyuntura, era preferible comunicar a todos al mismo tiempo y no solo a través de textos sino también de audios o videos. Un modo de estar más cerca, especialmente de cara a las y los estudiantes. En el medio de la confusión, los grupos ayudaron a que las comunicaciones fueran más fluidas y replicadas, y que llegaran a todos. También resurgió la importancia de la llamada telefónica, como forma de atender a las numerosas situaciones particulares que emergían con el paso de los días y también como una vía más amable para contener y sostener los vínculos.

Con el paso de las semanas y los meses las plataformas que permiten realizar encuentros sincrónicos -Zoom, Microsoft Teams, Google Meet, entre otras- fueron cobrando mucha fuerza para sostener la comunicación entre docentes y de estos con las familias. En ambos casos parece haber coincidencia en que se trata de una mejora. Docentes que por trabajar en distintas instituciones jamás habían tenido oportunidad de reunirse, ahora programaban reuniones posibles que les permitían colaborar como equipo. También aparecía la oportunidad de hacer reuniones de todo el equipo institucional de manera más frecuente e incluso ágil. Con respecto a las reuniones con las familias, la virtualidad daba más chances para que participaran todos sus miembros y la duración acotada era evaluada positivamente. Cambios que parecen haber llegado para quedarse.

Vayamos a la cuestión central: ¿qué alcances tenía la inclusión tecnológica para soportar las propuestas pedagógicas con los edificios escolares cerrados? Para determinarlas, lo primero fue realizar un análisis rápido de las situaciones reales de las instituciones, sus docentes y estudiantes. En función de esa comprensión se tomaron las decisiones preliminares. También en este caso lo más democrático parece haber sido la utilización de WhatsApp en los teléfonos celulares como modo de hacer llegar las propuestas a los estudiantes. He visto escuelas completas e incluso universidades manteniendo sus prácticas por esta vía a lo largo de todo el año. Por raro que pueda parecer, eso era lo posible y la opción a la que aferrarse para sostener el derecho a la educación. Pero los problemas se evidenciaron pronto en los hogares donde se contaba con un solo teléfono celular para todas las actividades, además de las educativas, y en los que además hay varios estudiantes en la familia. Así lo expresó una mamá en un audio de WhatsApp a la docente: “Hola. A ver si me manda un poquito menos de tarea para Julieta. Disculpame, pero yo no puedo estar más con esto. Tengo que estar encima de Julieta y de mi hijo de jardín de 5 años que también tiene un grupo que le manda a hacer un montón de pavadas. Tengo a Daniel. Tengo mis tres hijos y una casa que tengo que atender. Yo no puedo más con todo esto. Me está volviendo loca. Ella está re atrasada. Yo estoy haciendo lo que puedo, una o dos hojas por día, y no porque ella no quiera. Esta clase virtual ya no va más porque me llenan el celular. Voy sacando lo que puedo. Voy borrando y borrando. Se calienta todo. Porque mientras ella hace mi otro hijo copia. Mientras que ella termina ya tengo 20% de batería y tengo que enchufar. Yo no sé más qué hacer. No doy más con esto”.

En este pequeño y dramático testimonio todos tienen la mejor intención. La maestra que encuentra en esta vía la única a través de la cual llegar a su estudiante. La madre que “no da más” porque, entre muchas otras cosas, ese teléfono celular compartido por la familia no alcanza para dar continuidad a la propuesta pedagógica. Lo que “no va más” no es la clase virtual sino las condiciones que la sustentan.

Hubo escuelas que pudieron implementar plataformas que van desde los tradicionales campus virtuales hasta las redes sociales pasando por diversas soluciones colaborativas, algunas genéricas y otras educativas. En general, en estos casos se supuso o se verificó que los estudiantes contaban con una computadora conectada a internet. En los sectores más favorecidos así era, pero también aparecieron límites concretos. Una computadora conectada en el hogar no alcanza cuando los adultos de la familia tienen que trabajar desde el hogar o cuando hay varios estudiantes en la familia. Tampoco el ancho de banda con el que se contaba habitualmente. Este reconocimiento llevó a adaptaciones de todo tipo, incluidos gastos no planeados.

En el plano de las políticas, en varios países se consiguió que los portales educativos no consumieran datos telefónicos. Un logro enorme pero que requiere que reconozcamos que el contenido de los portales educativos cubre, en el mejor de los casos, los contenidos a los que necesitan acceder nuestros estudiantes de modo parcial. Por ejemplo, si un recurso digital en un portal educativo nos dirige a un video en YouTube, en el momento en que cliqueamos para poder verlo volvemos a consumir datos. Hubo también esfuerzos solidarios donde las personas de más recursos en la comunidad donaron créditos de internet para que los estudiantes pudieran continuar con sus actividades educativas. Las escuelas rediseñaron horarios en función de posibilidades reales de docentes y estudiantes y, en algunos casos, pusieron a disposición de ambos las computadoras que habían quedado adentro de los edificios. Las asociaciones cooperadoras identificaron necesidades entre los estudiantes y gestionaron donaciones y reciclados de computadoras y teléfonos celulares. Algunos docentes recibieron apoyo de sus instituciones, pero en la mayoría de los casos renovaron sus equipos y ampliaron los servicios de internet a su propio costo. Y las familias crearon agendas compartidas para repartir los recursos disponibles dentro del hogar.

En definitiva, todos y en todos los sectores estuvieron lejos de las condiciones ideales que se requieren a la hora de enseñar y aprender en los hogares. Algunos muchísimo más lejos, y este es el problema que debe ser atendido de modo urgente y prioritario por las políticas.

Hay una cuestión un tanto obvia que hasta hace poco tiempo no lo era. Sostuve por lo menos durante los últimos veinte años la importancia de que las escuelas estuvieran conectadas a servicios de internet de calidad. La pandemia demostró que eso no alcanza. En este mundo en el que si no cambian los modelos de explotación de la tierra seguramente habrá más pandemias o desastres a escala global tenemos que garantizar las condiciones para que en todos los hogares pero, de modo especial, en aquellos en los que hay docentes y estudiantes de cualquier nivel educativo haya como mínimo teléfonos celulares inteligentes pero, mejor aún, computadoras dedicadas a la educación y conexión a internet. Pero ¿no se resuelve con vacunas? Espero que esta pandemia sí, pero la reinvención de la educación en un sentido acorde a su tiempo requiere que toda la comunidad educativa esté conectada porque la trama de la construcción del conocimiento hace tiempo dejó de tener lugar exclusivamente en el ámbito físico de la realidad. Mantener nuestras propuestas solo en ese plano es educar para una realidad que ya no existe.

*Doctora en Educación. Dirige la Maestría en Tecnología Educativa de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.