Supongamos que Estados Unidos da la categoría de organizaciones terroristas a los cárteles de la droga mexicanos, como exigen tantos republicanos. Imaginemos que despliega una “guerra cibernética” y ataques con misiles contra sus capos, declara la guerra a los cárteles y envía tropas al otro lado de la frontera, esté o no de acuerdo el Gobierno mexicano. ¿Y después qué?
Aquí una pista: el fentanilo seguirá matando estadounidenses; en 2023 más que en 2022; en 2024 más que en 2023. Y así la tendencia.
La guerra contra las drogas siempre ha sido, en el mejor de los casos, un enfoque inútil para la epidemia de abuso de sustancias que invade a EE.UU. Es más, lo más probable es que haya exacerbado la crisis, empujando a los traficantes hacia narcóticos más potentes y lucrativos con los que atraer a los estadounidenses vulnerables hacia la adicción.
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La llegada a escena del fentanilo, que se cocina facilmente en una cocina improvisada y es tan compacto que un par de cargas de camioneta logran abastecer a todo el mercado estadounidense, reveló la farsa. La sed de sangre del Partido Republicano no cambia la realidad de que el fentanilo, en palabras de John Walsh, de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, es “imparable”.
“El peligro es que, ante este nuevo tipo de droga, nos sintamos cada vez más frustrados”, dijo. “Vamos a arremeter. Militarizaremos literalmente la respuesta y eso no tendrá ningún efecto sobre el problema real”. Incluso si Washington consigue reclutar a China y México para desactivar el actual conducto del fentanilo, éste se reconstituirá en cualquier otro lugar. Es demasiado fácil. Y es que, por otro lado, el mercado estadounidense es demasiado lucrativo.
La estrategia estadounidense para luchar contra las drogas ilegales fracasó hace mucho tiempo. La cocaína y la heroína en la calle eran más baratas en 2020 que 10, 20 o incluso 30 años antes, según la oficina de la ONU que rastrea ese tipo de materiales. Eso no es lo que ocurre en un mercado en el que se reduce la oferta de la mercancía. Lo que el fentanilo ha hecho en los dos últimos años es poner de manifiesto lo absurdo de esta política.
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Antes, Washington podía al menos argumentar que tenía identificada una fuente de drogas para aplicar su estrategia de acabar con el problema de origen. Podía señalar campos de amapolas que incendiar y plantaciones de coca que fumigar. Podía identificar rutas plausibles en las cuales centrar la aplicación de la ley y atrapar a los cabecillas para impedir que las drogas llegaran a EE.UU.
Pero el fentanilo no depende de la cosecha de algún cultivo en un campo lejano. No hay ningún campo boliviano que fumigar. Hoy en día, los precursores químicos proceden de China. Pero podrían venir de otros lugares. Y cada que se prohíbe un lote de productos químicos, el fentanilo puede fabricarse a partir de otros. Puede incluso fabricarse en el mismo territorio estadounidense.
Uno podría esperar que el fentanilo centrara la atención en los inconvenientes de la estrategia de oferta favorecida por Washington. Lo que no se tiene en cuenta, por supuesto, es que las drogas que llegan a EE.UU. abastecen a un mercado de consumo bastante grande, lucrativo y dinámico. Mientras ese mercado exista, existirá la oferta.
Como señala Walsh, la estrategia ha sido peor que inútil. Agrava la adicción del país. La prohibición anima a los proveedores a elevar la potencia para eludir la aplicación de la ley y crear un mercado más adicto al que servir.
Kilo por kilo, la cocaína resulta mucho más lucrativa y fácil de transportar a través de las fronteras que el cannabis. El fentanilo los supera a todos.
Las políticas alternativas no son ningún secreto. Durante años, los países de Europa Occidental han desplegado las llamadas intervenciones de reducción de daños y otras estrategias centradas en la compra, primero, para aliviar el daño que causan las drogas en sus ciudadanos y, segundo, para abordar la adicción directamente, tratándola como la enfermedad que es.
En Portugal, antes conocida como la capital europea de la heroína, las estrategias de reducción de daños han disminuido, según los informes, el consumo de opiáceos y las infecciones por VIH, así como las tasas de encarcelamiento entre delincuentes relacionados con las drogas. En la actualidad, el Reino Unido sufre 15 veces más muertes relacionadas con las drogas que Portugal; en EE.UU., son 55.
Por desgracia, EE.UU. ya está inmerso en la temporada política de 2024. Este tipo de estrategias no son lo suficientemente musculosas como para ganar algún tipo de tracción en un Partido Republicano ansioso por aparecer en televisión golpeando a los malos con armas letales.
Las estrategias de reducción de daños existen desde hace mucho tiempo. Pero al sistema político estadounidense le ha resultado mucho más atractivo centrarse en la teoría de los malvados extranjeros que envenenan a la juventud estadounidense. “La rentabilidad política de la postura agresiva y guerrera contra las drogas es incluso más potente que el fentanilo”, señaló Walsh. “Eso nunca va a cambiar”.