Hasta ahora, la respuesta a la pandemia de coronavirus ha funcionado bajo el supuesto de que lo peor pasará dentro de un año más o menos. Pero, ¿y si la enfermedad dura mucho más? Es un escenario que los encargados de política monetaria deben reconocer como posible y prepararse para ello.
Los medios de comunicación constantemente repiten que existe la posibilidad de que una vacuna esté disponible de forma generalizada para la próxima primavera boreal, pero incluso la primavera de 2023 sería el logro más rápido en el historial médico, y no hay garantía de eso. Tal vez, finalmente los anticuerpos brinden poca o ninguna protección contra el contagio, como es el caso de algunos virus. En ese caso, desarrollar una vacuna sería mucho más difícil y el concepto de ”inmunidad colectiva” no tendría sentido. Casi todos seguirían siendo susceptibles, hayan tenido el virus en el pasado o no.
Por lo tanto, una batalla muy larga contra la COVID-19 parece perfectamente posible, pero parece casi imposible que Estados Unidos y gran parte del mundo puedan lograr lo que consiguió Nueva Zelanda: prácticamente eliminar la enfermedad. Una crisis a más largo plazo tendría implicaciones muy diferentes para la economía; sectores que se espera que se recuperen, como el turismo, podrían no volver a recuperarse; mientras que sectores que se han visto beneficiados, como los servicios de streaming, podrían perpetuar ese beneficio.
Sin embargo, toda la ayuda de emergencia de los gobiernos y los bancos centrales pretende aliviar solo un impacto temporal. En EE.UU., la Reserva Federal, el Tesoro y el Congreso han trabajado sin cesar (y con éxito) para garantizar que las empresas tengan más o menos el mismo acceso a financiación. Esto sería justificable si las autoridades estuvieran seguras de que la pandemia acabará dentro de un año, pero no pueden estarlo. Si esto sigue en el largo plazo, sus acciones estarán alentando una sobreinversión en actividades económicas que enfrentan riesgos verdaderamente existenciales.
Lo mismo se aplica a ciertas medidas de distanciamiento social. Los Centros para el Control de Enfermedades, por ejemplo, recomiendan que los centros de atención a largo plazo prohíban todas las visitas “excepto en ciertos casos compasivos, como cuando alguien va a morir”. Algunos han sugerido que todas las personas mayores deben permanecer aisladas. Esto podría ser soportable por un año, pero parece cruel e inviable durante períodos más largos. Entonces, debemos preguntarnos: ¿cómo puede una sociedad brindar atención segura y compasiva a las personas mayores y vulnerables si la COVID-19 sigue estando presente de forma generalizada durante muchos años?
Esta enfermedad tiene el potencial de imponer un cambio enorme y duradero en el mundo. Los científicos están haciendo todo lo posible por impedirlo, derrotando al virus rápidamente, pero los encargados de políticas económicas y de salud pública deberían estar preparados ante la posibilidad de que no lo logren.