COLUMNISTAS

Romántico ilustrado

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No lo entiendo: yo, que dediqué mi vida entera al trabajo intelectual, a la literatura más vanguardista, a la erudición más aguda, sin embargo nadie me llama para firmar solicitadas a favor de uno u otro candidato, o incluso de los que no votan a ninguno de los dos. ¡Quiero ser un intelectual comprometido y no me dejan! Aunque, ahora que lo pienso, tal vez se deba a que recientemente cambié mi dirección de e-mail y no la tengan. Por las dudas, aquí se las paso: [email protected]. Igualmente, ya es tarde: cuando los improbables lectores de esta columna reparen en ella, ya será irremediablemente tarde. No sólo tarde para firmar una trivial solicitada, sino tarde para muchas otras cosas más. Es tarde hasta para ser un comienzo: mañana arranca un nuevo ciclo que sólo nos deparará infinitas tristezas (suelten globos en mi nombre, pinten las paredes de naranja: allí no me encontrarán).
En cambio, gran alegría me deparó la militancia de decenas de lectores que, inesperadamente, se comprometieron con mi ruinosa situación económica (que no será nada en comparación con lo que se viene). Quizás recuerden que en una columna reciente (¿pero por qué deberían recordarlo?) confesé que mis pesares financieros me impedían acceder a las librerías, y mi deseo de, cuando ello al fin ocurra, comprar Las raíces del romanticismo, de Isaiah Berlin, recientemente reeditado por el sello Taurus. Pues, de golpe, un grupo de lectores-militantes armaron una vaquita, juntaron el dinero (cien lectores a dos pesos cada uno), y aquí estoy, chocho con el libro entre mis manos. Para amortizar el negocio, decidí dedicarle esta columna al libro y, con el acotado estipendio que cobro por escribirla, devolver el dinero. La literatura: ¡El verdadero club del trueque! (la vuelta al club del trueque: un anticipo del futuro que nos espera).
Transcripción de las Conferencias Mellon de 1965, Las raíces del romanticismo, además de por su erudición evidente, sus hipótesis precisas (la primacía del romanticismo alemán por sobre el francés y el inglés), su libertad para ir y volver de la literatura a las ideas políticas, impresiona por un rasgo anterior, una cierta posición de autor –por usar un concepto en desuso–, un modo de plantear la discusión –la tensión entre ilustración y romanticismo– que en verdad recorre toda la obra de Berlin, sólo que en estas conferencias –quizás por su carácter pedagógico– reaparece con mayor intensidad, y que bien podríamos llamar “predisposición a dejarse fascinar por el otro”. Algo de eso ocurría en su biografía sobre Marx, y vuelve a suceder ahora. Berlin es ante todo y sobre todo un liberal inglés ilustrado. Es eso. Pero también es algo más que eso. Como en un juego de mamuschkas rusas (similares a las que confiesa, en otro libro, haber visto en la casa de Ana Ajmatova), también es un liberal inglés cosmopolita, abierto a la literatura y al pensamiento francés, ruso, y por supuesto alemán. Y también, desde allí, desde su seguridad de ilustrado liberal inglés se interesa por el romanticismo alemán, con la certeza de no caer en ninguna tentación nacionalista o incluso antisemita. Berlin señala que el romanticismo “constituye el mayor movimiento reciente destinado a transformar la vida y el pensamiento occidental”, con la naturalidad con que sólo puede hacerlo un erudito que desconfía de la insuficiencia de su propia tradición.