El 18 de febrero, Cristina Fernández celebró por cadena nacional que la Central Atucha II Presidente Néstor Kirchner hubiera alcanzado el 100% de su capacidad de producción energética. También el 18 de febrero, casi al mismo tiempo, las calles del país se llenaron de personas de diferentes edades, profesiones, clases sociales, ideologías y religiones que marchaban silenciosamente por la verdad y la justicia. La simultaneidad de los dos acontecimientos no es arbitraria y lo que evidencia es la grave situación institucional que atraviesa la Argentina.
Atucha y la energía nuclear se encuentran entre los pilares del desarrollo energético del país. El gobierno nacional señala que este modelo productivo es una apuesta por la energía “limpia” porque no emite CO2, gas de efecto invernadero motor del mayor desafío ambiental que tenemos: el cambio climático. Pero Atucha y la energía nuclear integran un proceso basado en la minería de uranio, la generación de residuos radiactivos y la depredación de nuestros recursos naturales. Si el petróleo y los hidrocarburos pertenecen al pasado, es la definición de futuro lo que está en juego. Y la cuestión parece reducirse a la disyuntiva “nuclear o renovable”. Resignarnos a la primera opción es resignarnos a un escenario muy poco satisfactorio en el largo plazo, porque lo que en efecto estamos haciendo es postergar un problema, diferir el conflicto para más adelante y, en el camino, dejamos pasar otra oportunidad para diversificar la matriz energética de la Argentina desarrollando fuentes de energía renovables.
Pocos días atrás, la central nuclear brasileña Angra I fue desconectada como medida preventiva a causa de una falla en su sistema de enfriamiento. Según sus portavoces, el desperfecto no representó un riesgo directo para los trabajadores, la población ni el medio ambiente. Pero los ejemplos sombríos existen y no están tan lejos. La oscura nube que aún pesa sobre Fukushima y sus habitantes después del tsunami de 2011 y que afectó la planta nuclear con derivaciones aún no dimensionadas; los efectos irreparables que en 1986 dejó Chernobyl a lo largo de kilómetros y años, o el accidente nuclear de 1979 en Three Mile Island producto de la fusión parcial del núcleo de un reactor, son todos presagios de los peores temores asociados a la tecnología nuclear. Las consecuencias sanitarias, medioambientales y económicas fueron y son muy graves, y el proceso de limpieza es largo y costoso.
¿Por qué entonces exponer a todos los argentinos a semejante contingencia? Sobre todo, ¿por qué no trabajar en un modelo menos depredador de nuestros recursos naturales? La eficiencia energética y las fuentes renovables de energía como parte de un paradigma productivo menos intensivo pero mucho más equitativo tienen que ser nuestro objetivo estratégico.
Mientras tanto, la energía nuclear se estanca, se erradica, se desalienta. Suecia en 1980, Nueva Zelanda en 1984, Italia en 1987, Bélgica en 1999, Alemania en 2000, Suiza y Japón en 2011, tomaron la decisión de abandonar la energía nuclear. Austria, Polonia, Holanda y España promulgaron leyes que paralizaron la construcción de nuevos reactores nucleares. Francia y Reino Unido pretenden reducir la producción de energía nuclear en las próximas décadas.
Cuando se inauguran centrales nucleares para velar una marcha cívica silenciosa que reclama verdad, justicia y paz, cuando nuestro futuro depende del termómetro de una disputa imaginaria, cuando las acciones de nuestro gobierno nacional niegan sistemáticamente la realidad, la injusticia, los valores republicanos, nuestro futuro no puede ser promisorio.
El 18 de febrero, en la Argentina, se celebró que la Central Atucha II hubiera alcanzado el 100% de su capacidad de producción de energía nuclear… mientras las calles de todo el país se llenaron de otra silenciosa energía.
*Diputada de la Ciudad de Buenos Aires (PRO).