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A favor del diálogo

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“El diálogo es mejor que la crispación”, explicó el cardenal Bergoglio a los miles de niños y el puñado de dirigentes políticos que en la Catedral de Buenos Aires asistieron hace días a la misa anual por la educación. Podemos deducir que todos los escolares asintieron al escucharlo, y que los dirigentes que ahí estaban también lo hicieron. Pero tal vez alguno que otro, por ejemplo algún párvulo que tuviese frescas las clases sobre sinónimos y antónimos, puede que haya reparado mentalmente en que lo contrario del diálogo no es la crispación. Lo contrario del diálogo es el monólogo (un ejemplo de monólogo: los sermones dominicales desde el púlpito). La crispación, en cambio, es un atributo, un derivado del carácter o de la ideología o del estado de ánimo de cada cual, que puede caberles por igual tanto al diálogo como al monólogo. Bien puede no haber crispación, y no por eso habrá necesariamente diálogo; y bien puede haber crispación y a la vez también un diálogo (a ese diálogo se le llama debate, polémica, discusión: cosas todas que la educación moderna promueve, a diferencia de la educación anterior, la tradicional, la premoderna o la medieval).

“La mansedumbre es mejor que la agresión”, adoctrinó también Bergoglio, y nadie se habrá sentido en desacuerdo con él bajo las ampulosas naves del magno templo. ¿A quién se le podría ocurrir que se prefiera, entre las dos, a la agresión? (un ejemplo de agresión: prender fuego a los herejes; otro ejemplo de agresión: condenar a los homosexuales al infierno). Pero puede que alguno que otro se haya preguntado interiormente: ¿y por qué lo otro de la agresión habrá de ser la mansedumbre? En boca del cardenal Bergoglio se entiende, porque en su profesión se designa por lo común a las personas como corderos, y porque una recomendación muy habitual en su doctrina es que ofrezca la otra mejilla aquel que acaba de recibir un golpe.

¿Pero no demuestra ese mismo ejemplo que la mansedumbre puede ser perfectamente un complemento de la agresión, su condición de posibilidad y hasta su implícita admisión? El agresor y el manso forman en verdad una pareja indisociable. Sobre todo, porque la mansedumbre se resuelve como resignación pasiva, y aun como acatamiento. ¿Y en la rebeldía, por ejemplo, no habrá pensado nadie? Quizás alguno de los niños asistentes a la misa, o quizás muchos de ellos, sí pensaron en la rebeldía. Y si no dijeron nada, no habrá sido porque fueran mansos. Habrá sido porque la situación no daba para entrar en diálogo.