A escasos metros de la iglesia principal junto al pequeño restaurante turístico prefabricado (el rechinar del cuero asado expone una viva relente de ajo, atenuada por los perfumes que escupen las flores pubescentes del cebil plantado junto a la acequia), anida una simpática casona de adobe que exhibe y vende los vinos que produce la familia Gutiérrez desde hace casi tres décadas. Quien aparece detrás del mostrador es Lucrecia (cabello ensortijado, lentes sin marco), que ahora sonríe debajo de un atrapasueños suspendido sobre el cable que atraviesa el espacio central de la sala y contiene la ristra dicroica direccionada hacia el anaquel de algarrobo. Con su derecha se aferra a la endeble banqueta que la sostiene (una de las patas descoladas). Abstraído el ritmo, amansado por los brotes del cielo que ahora parece ajedrezado, damos inicio a la degustación y charla que se prolongará por más de dos horas.
Aficionado a la observación, con un punto de vista íntegro, el viajero socaba extraños yacimientos que van formando la experiencia, al mismo tiempo que pretende absorber el comportamiento profundo y hasta invisible de todas las capas del entorno (incluidos especímenes humanos), y escarbar en su oscuridad para extirpar muestras de los rincones recónditos. Son pasajes simultáneos que a simple vista no parecen asociados, pero que sin dudas forman la materia elástica que llamamos realidad. Entre el paisaje y la cultura que constituyen su componente anfibio, hay un pacto susurrante de intercambios que suceden sin una orden específica. Allí se despliega el expediente por el que flota el deseo de conocimiento etnológico y paisajístico. Esa composición reveladora alcanza a raspar la verdad funcional del mundo, al menos del nuestro.
Mientras enhebro estas tonterías en mi cuaderno, Lucrecia me acerca una copa de sirah, la perla que paren los viñedos que se alimentan del río Abaucán (inhalo, dejo caer unas gotas del líquido que paseo por el cuenco; ostenta excelentes niveles de acidez natural, aromas intensos y color profundo). El comedor es más bien sobrio; además de las mesas y sillas del afuera, en la construcción rectangular bañada con los tintes del ocre hay un adentro con cuatro mesas y un sanitario detrás de la barra; en el rincón donde habita una lámpara de pie, un tenue foco decanta la baba lumínica que imprime sosiego en el ambiente. Lucrecia se quita las gafas y respira hondo, lo más hondo posible hasta deshacer el grumo de las vísceras y palidecer un poco; con gestualidad sintomática, los ojos glaseados, imprime en el rostro un tenue repertorio onírico, salvajemente forzado. Cierra los párpados y comprime los ojos con la base de las palmas duras (una mancha difusa ligeramente pastiche había tomado parte del rostro hinchado, entre el pómulo derecho y la sien). Sofoca un hipo de dolor: ¿seguimos con el malbec?
De pronto, ráfagas de viento salado balancean los árboles, levantan polvo y con cada bocanada arrastran ovillos de pasto seco. La Duna Mágica recibe los reflejos del disco multicolor que sigilosamente rueda hacia el milagro de la transformación en la hoguera del tiempo, develando el cielo un avance minúsculo de la nocturnidad en ese momento del día en que se produce la última reserva de luz natural. A lo lejos se oyen los primeros motores del ocaso ensuciando el silencio que, en un nivel infinitesimal de la totalidad del momento, desean con toda fuerza apagar la claridad del día en ese recodo de Saujil, a escasos kilómetros de Fiambalá.