Entre líneas o entre sueños, una suele plantearse, con pereza pero con insistencia, problemas absurdos. Cosa que a una, a mí por ejemplo, le despierta algo como fastidio y algo como curiosidad. Digamos que a una, a mí por ejemplo, suele surgirle de algún recoveco del subconsciente una pregunta idiota como: “y cuando llovía, ¿qué hacían los cavernícolas? ¿Se mojaban sin remedio o tapaban la entrada de la cueva con una piedra redonda grandota, eh?”. No, no se moleste, querida señora, no busque la respuesta, que debe ser tan inútil, frívola, superficial y otros adjetivos, como la pregunta que la ocasionó. A menos que usted sea experta en el estudio de las costumbres domésticas de nuestros padres prehistóricos en cuyo caso le rindo mi admiración y homenaje, porque a una, a mí por ejemplo, me fascina pensar en cómo fue que llegamos a esto: la computadora, o el casino o el globo aerostático o la cirugía o todo eso incluyendo los drones y el maquillaje. O: ¿qué hicimos? ¿O no hicimos nada? ¿Hubo una evolución lenta y pesada? ¿Fue todo natural y esperable? ¿O hay allá arriba un Señor de túnica blanca que nos mira con curiosidad y afecto y decide lo que tenemos que hacer y hacia adónde debemos dirigirnos? A usted también le aconsejo, no se moleste, a menos que le tiente la posibilidad de responder.
Hay un libro del señor Ian Tattersall, maravillosa puerta hacia el pasado, que trata de explicárnoslo. No aclara nada, no llega a contestar a la pregunta, pero es fascinante y a una, a mí por ejemplo, le encanta recomendarlo: Cómo nos convertimos en Humanos. ¡Salud y buena lectura!