El 9 de julio de 1988, con la participación de más de un millón y medio de afiliados, el peronismo realizó la que hasta ahora es la única interna presidencial de su historia. Los contendientes fueron Antonio Cafiero, pocos meses antes elegido como gobernador de la provincia de Buenos Aires, y Carlos Menem, tres veces gobernador de La Rioja. El proceso coronaba la lucha de varios años de Cafiero, Menem, y otros dirigentes, como José Manuel De la Sota, Carlos Grosso, José Luis Manzano, José Octavio Bordón y Eduardo Duhalde, contra las autoridades del PJ responsables de la derrota de 1983. Proceso sinuoso, colectivo, algo discontinuo que dio en llamarse la Renovación Peronista.
Cabe recordar que, unos años antes, el peronismo experimentaba una severa crisis: de liderazgo, de programa, de identidad. Había sufrido la desaparición de su líder en 1974, un golpe militar en 1976, pero sobre todo la tremenda derrota electoral de 1983, donde a pesar de obtener seis millones de votos había perdido la presidencia y la provincia de Buenos Aires. Muchos sentenciaban entonces que el movimiento político fundado por Juan Perón a mediados de los años cuarenta ya no tenía sentido. La victoria rutilante del radicalismo en las elecciones de renovación legislativa de 1985 parecía confirmar el panorama.
Pero para ese momento, un grupo de dirigentes entre los que destacan los mencionados Menem y Cafiero, habían comenzado a plantear la necesidad de una renovación metodológica y generacional, un acercamiento al gobierno de Alfonsín, un aprendizaje de los nuevos estilos que imponía la vigencia de la democracia y la necesidad de llevar esos estilos al interior del propio Partido Justicialista.
La pelea más difícil fue sin dudas la que tuvo lugar en la provincia de Buenos Aires, y fue allí donde Antonio Cafiero, varias veces ministro de Perón y de Isabel, llevó adelante la empresa de transformar al peronismo, enfrentando a Herminio Iglesias, el execrado caudillo de Avellaneda que representaba como nadie la decadencia de un peronismo acostumbrado al exitismo, formateado en los años de violencia institucional que los argentinos querían dejar atrás.
En una elección en que triunfó el radicalismo, el año 1985 marcó también el declive de Iglesias. En una suerte de interna a cielo abierto, luego de que le fuera vedada la lucha por la candidatura a diputado, Cafiero formó el Frente por la Democracia, la Justicia y la Participación. Asociado a la democracia cristiana de Carlos Auyero, Cafiero obtuvo 27 puntos: menos que los necesarios para vencer al radicalismo, pero suficientes para relegar a Iglesias al cuarto puesto.
Era el final de una época. Dos años más tarde, en 1987, Cafiero recuperaba la provincia de Buenos Aires para el peronismo, en un ascenso meteórico que prometía llevarlo a la primera magistratura en 1989. La victoria del peronismo fue entonces nacional, y todo indicaba que la pregunta restante era meramente quién sería el candidato.
Pero Cafiero, que había acompañado a Alfonsín desde el Congreso y desde la gobernación de la provincia, era visto por los peronistas como la continuidad. Menem, que había hecho lo propio con el líder radical en sus primeros años, ahora se distanciaría, especulando con presentarse como el candidato del anti sistema, del cambio total, el outsider del interior profundo que venía a patear el tablero en esta república de doctores. El discurso tuvo efecto, y aunque asociado a notorios dirigentes ortodoxos, el riojano superó a Cafiero, y luego ganó la presidencia.
¿Qué enseñanza queda para el peronismo de hoy? Indudablemente, la primera y más elemental es que ninguna derrota es definitiva. Pero en seguida, cabe señalar que la importancia de dirimir liderazgos, con procedimientos transparentes, no debe confundirse con la aún mayor de establecer programas, de cara a la sociedad, y adoptar el mandato de cumplirlos. Para los argentinos de a pie, la moraleja es otra: debemos aprender a evitar los discursos mesiánicos, salvadores, de líderes que todo lo prometen y nada dicen acerca de cómo cumplirán.
*Historiador. UBA-UTDT