COLUMNISTAS
La franciscomania

¡Abajo la Panchocracia!

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Es Jueves Santo y vuelvo en bicicleta a mi casa en Patricios. Unas cuarenta cuadras. Son las diez y media de la noche. Juro que nunca había reparado en eso, ateo como soy, pero me pareció que en la calle había un caos de tránsito celestial. O un caos de tránsito de fe. Que dios (insisto, soy ateo, y por eso escribo dios con minúscula, como en Uruguay) estaba, finalmente, en todas partes.
Me crucé con tres procesiones, o como se llame a un montón de gente marchando detrás de una cruz que lleva una persona que va adelante. Eran procesiones chicas: unas cincuenta personas y las otras dos, de unas cien cada una. La última iba por la bicisenda, de modo que tuve que ir a la calle para no tener que pedirle a los seguidores de Jesús que me dejaran pasar.

En una de esas en Semana Santa (en Uruguay la llaman “Semana de Turismo”; ¡qué avanzados los charrúas en asuntos de fe o, mejor dicho, de no fe!) las bicisendas pasan a ser cristosendas. O es probable que, las nuevas vías para procesiones en las calles se llamen directamente franciscosendas.

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La franciscomanía (o panchomanía) incluye lo que sea. En la marcha del 24 de marzo, en Diagonal Norte, por donde entraba a la plaza la columna de Memoria, Verdad y Justicia (la gente vestida de rojo, según la Presidenta), un hombre vendía banderitas mitad blanca mitad amarilla con la cara del Papa y la leyenda: “Francisco”. Si un vendedor ambulante que busca el mango cree que puede ser buen negocio ir a vender banderitas papales a la columna del Partido Obrero, ¿qué queda para el resto de los mortales?

Si hasta Orlando Barone le dedicó un “poema” al Papa. Bueno, “poema”… apenas un texto chanta, con pocas palabras puestas en mucho espacio, como para estirar un poco. Digamos, el reacomodamiento espacial de un texto en prosa de vuelo gallináceo. Pero ese no es el punto. El punto es que hasta Barone se rindió a la panchomanía.

Desde el oficialismo sólo Horacio Verbitsky mantuvo la coherencia anticlerical. Y Horacio González, por supuesto. La sensatez parece cosa de Horacios. El resto, peronistas y argentinos, como el Papa, como decían los afiches que mandó a imprimir Guillermo Moreno y que recuerdan los homenajes a José Ignacio Rucci. O fundamentalistas tipo panelistas de 6,7,8, que defienden a Verbitsky con un entusiasmo talibán tan fanático como el de los panchos.
Se trata de honrar y amplificar lo que sea: el saludo a la comunidad judía argentina por Pesaj, el saludo a la Presidenta (poniendo énfasis en el comentario de Cristina Fernández: “Es la primera vez que beso a un papa”), el saludo al jefe de Gobierno porteño (destacando el comentario de Macri: “Me preguntó por qué no había traído a Antonia”), el lavado de pies a los presos, la negativa a vivir en la residencia de los papas, los zapatos de siempre que llevó a Roma, la negativa a usar los zapatos costosísimos que tiene a disposición.

El Papa es austero, sí. Muy austero. Jorge Bergoglio era ya un tipo austero cuando era cura, luego como obispo, luego como cardenal… y como papa resulta casi un indigente. Claro que no la pasa mal. A lo sumo, vive con lo justo. Para un papa es algo revolucionario. ¿Es realmente bueno? ¿O resulta bueno porque es lo mejor que se puede conseguir dentro de una institución sumamente reaccionaria, como la Iglesia Católica?

Según esa lógica, Francisco vendría a ser a la Iglesia lo que el kirchnerismo a la presidencia de la Argentina. El malmenorismo al palo. Pero la franciscomanía no tiene nada que ver con el mal menor. No hay resignación alguna en la panchocracia que se ha instalado en la Argentina tras el nombramiento de Jorge Bergoglio como máxima autoridad de la teocracia de Roma.

Insisto: en cierto punto, el papa Francisco es al Vaticano lo que el kirchnerismo (o la ilusión del kirchnerismo) a la política nacional. Por un lado, fanáticos, de esos que se guían mucho por la fe y casi nada por la razón; por otro, cierta progresía que se alinea tras el miedo de que genera el “es esto o viene la derecha”. Hay diferencias, claro: el consenso que existe con Francisco es total. No hay, casi, oposición. Casi. Nunca falta el trotsko o el anarco. ¡Hola, aquí estoy! ¡Qué poquitos somos! Lo siento, pero me parece pésimo esto de la franciscomanía, la panchomanía o como quieran llamarla. Me parece un horror transformar a la Argentina en Panchópolis. No quiero caer en el lugar común de “agudizar las contradicciones” ni en el “cuanto peor, mejor” que llevó a algunos iluminados de izquierda a pensar, en marzo del 76, que era mejor tener una dictadura militar para que quedara claro dónde estaba el enemigo. Pero confieso que, en este caso, algo de eso hay.

No es que odie a la Iglesia porque sí. Lo que odio es la injerencia que tiene en nuestra vida cotidiana. Todo bien con el papa austero, con el papa pobre, con el papa que usa zapatos viejos, con el papa que lava pies de presos, pero, ¿alguien cree que hoy sería posible dar en la sociedad argentina una discusión como la que se dio con el matrimonio igualitario teniendo al Pancho de Roma en contra?

Francisco luchó, lucha y seguirá peleando contra la trata y el trabajo esclavo. Bien ahí, está perfecto. Ahora, ¿alguien cree que la sociedad argentina podrá debatir siquiera la posibilidad de impulsar una ley sobre la interrupción voluntaria del embarazo en plena franciscomanía? Nótese que no dije la palabra “aborto”, porque eso en Panchópolis está absolutamente prohibido.

Como está prohibido también insinuar siquiera la posibilidad de reformar la Constitución. Eso está bien si se trata de evitar el delirio re-reeleccionista del oficialismo pancho. Pero lo que de verdad resulta imposible es pensar una reforma constitucional en serio, que anule el artículo dos de la Carta Magna, ese que dice que el Estado argentino sostiene el culto católico, apostólico, romano.

En Panchópolis tenemos y tendremos un Estado sosteniendo a la Iglesia por los siglos de los siglos. Pero hay más: todos escuchamos con cierta simpatía los discursos del papa Francisco sobre la pobreza. Nos encantan los zapatos viejos, los viajes en bondi y en subte, las salidas del protocolo a puro campechanismo pancho. Pero, ¿alguien escuchó a Pancho aportar alguna solución para que la gente salga de la pobreza?

Sin ese énfasis necesario por terminar con la pobreza, el discurso y la actitud papales son más bien funcionales a la resignación de aceptar la pobreza que a la necesidad de erradicarla. El Papa cierra filas en la fe en una América latina que venía con un evangelismo en alza y un catolicismo en baja. Pero también es totalmente funcional a una Europa en crisis y desbordada socialmente.

El mensaje para los jóvenes desempleados en España, Italia, Portugal y Francia es claro: si el Papa puede vivir con sus zapatos viejos, si va a lavarle los pies a los presos, si vive en un departamento modesto, ¿por qué ustedes van a pretender tener trabajo, salud, educación, futuro? ¡No hay futuro! Y aquí está Pancho, el papa punk, para confirmarlo.
En ese contexto, la vinculación del cura Bergoglio con la dictadura militar resulta un dato anecdótico. Fuerte, si es cierto, cosa que no sé. Pero intrascendente en la política de hoy. Lo que importa hoy es esta panchocracia donde el poder político se arrodilla ante los deseos de la teocracia de Roma. Y donde la realidad cotidiana se ve atropellada por la vida pancha.

Todo bien, que cada uno y cada una crea y sienta lo que se le cante. Sea pancho, Paty o tofu. Lo que no está nada bien es que nos impongan una fe a quienes no creemos. Y mucho menos que la vida en sociedad se transforme en Panchópolis. Todo bien con el merchandising, todo bien con las banderitas, todo bien con lo que sea. Si quieren, que vendan sotanas con la diez en la espalda y la leyenda “Francisco”. Entiendo que tengamos un nuevo Messi.

Sé también que cuando Maravilla Martínez salió campeón del mundo un montón de gente se fue a anotar a los gimnasios para hacer boxeo. Que se llenen las iglesias, entonces, ningún problema. Pero la Iglesia es la Iglesia. Y el Estado es el Estado. Por más que la mayoría quiera que sean lo mismo.

Necesito reivindicar mi derecho a andar en bici. Y las bicisendas no son para los autos, ni para las camionetas, ni para la gente que marcha detrás de cruces. Que cada uno (o cada una) se rinda a la panchomanía, si le parece bien. Yo seguiré andando por mi caminito al costado del mundo. O por la bicisenda al costado de la calle. Creo que tengo derecho.

*Periodista. Ex director de la revista Barcelona.