Luego de meses de silencio y dubitaciones, Mauricio Macri movió, diez días atrás, una de las fichas clave de su gabinete porteño, y dejó saber quién era su candidato para comandar el Ministerio de Cultura: Luis Hernán Rodríguez Felder. La primera reacción del ambiente fue de sorpresa: a pocos les sonaba el nombre de Felder –llegado al cargo por recomendación del galerista Ignacio Gutiérrez Saldívar–, todavía menos conocían su trayectoria. Pero la tensa expectativa generada por su designación se crispó tan sólo dos días después, cuando Felder –director de la editorial El Imaginador; profesor, filósofo autodidacta y titiritero, según se definió– otorgó los primeros reportajes a la prensa y transparentó sus opiniones en materia artística y cultural. Opiniones que, a la luz de los acontecimientos, le costaron caras: Felder no superó la andanada de críticas que llovieron desde todos los ámbitos –extraño suceso: la decisión de Macri logró abroquelar en la vereda de enfrente, y en tiempo récord, al progresismo y al conservadurismo–, y apenas una semana después de su nombramiento el líder del PRO se vio forzado a remover del cargo a un ministro antes de que pudiera asumir.
Más allá de las desafortunadas confesiones de Felder –atacar a una institución legitimada por su trabajo como el Centro Cultural Recoleta, y a artistas como León Ferrari, que por esos días se alzaba con el León de Oro a la trayectoria en Venecia–, y de la inmediata y violenta reacción que generaron entre artistas e intelectuales, lo interesante sería intentar ver qué es lo que estos sucesos dicen acerca de uno de los mayores enigmas de la futura gestión Macri, es decir, en lo que se refiere a gestión cultural.
Si luego de cuatro años quedó claro que para el Gobierno nacional la cultura no es una prioridad, sino apenas una materia a administrar con dosis iguales de demagogia y populismo –un congreso de cultura sin artistas, máquinas expendedoras de libros en la vía pública y una Biblioteca Nacional que funcione a la vez como centro cultural y casa editora–, menos atractivo aún, hasta ahora, es lo que el macrismo tiene para ofrecer: pocas ideas y casi ningún interés, al menos en lo que toca a sus líderes de fórmula.
Tal vez lo que más asombre del caso Felder es la completa falta de tacto a la hora de elegir: se trate de una realidad o de una mera aspiración, los habitantes de Buenos Aires gustan de mostrarse orgullosos del espíritu cultural de la Ciudad (ya sea de su circuito de teatro alternativo, de su festival de cine independiente o de la serie de lecturas de poesía y narrativa que tienen lugar todas las semanas). No haberse siquiera detenido a reflexionar sobre esto a la hora de designar a la persona que tendrá a su cargo el impulso y la administración de la cultura durante los próximos cuatro años evidencia una falta completa de sensibilidad y conocimiento del pulso porteño, indispensable para quien aspire a gobernar con cierta tranquilidad.
Hacer política implica saber que hay valores intangibles que no cotizan en Bolsa, pero que conforman un capital simbólico insoslayable. El macrismo tendrá que tenerlo en cuenta si quiere evitar traspiés como el que tuvo que sufrir justo en una semana electoral, y para alejar los fantasmas –la inexistencia de un aparato político, y de cuadros adecuados para ocupar las diversas áreas de gobierno– que el oficialismo señala, a veces con razón, como sus principales debilidades.