Me gustan los debates anacrónicos, vetustos, tan de otra época que se vuelven irresistiblemente modernos. Recuerdo ahora, por ejemplo, un artículo de Roland Barthes en el que le dedica un par de párrafos a la máquina de escribir eléctrica, invención novedosísima de aquellos años. Para quien no las recuerde, esas máquinas de escribir eliminaban la conexión mecánica directa entre las teclas y el elemento que golpea el papel, es decir que reemplazaba las barras de tipos por una especie de bola con letras moldeadas en la superficie, que rotaba gracias a un motorcito ruidoso. La máquina –que se enchufaba igual que cualquier otro aparato eléctrico– hacía que la bola girase hasta encontrar la posición correcta, golpeando contra la cinta y el rodillo, y escribiendo la letra que un instante antes se había presionado en el teclado. Toda esa ingeniería tenía una única finalidad: la velocidad. Pero esa misma velocidad hacía que, casi siempre, las teclas se disparasen demasiado rápido (el más mínimo roce hacía que la tecla se marcara involuntariamente y no una vez, sino varias, hasta dejar escrito palabras como “corazzzzzón”, por dar un ejemplo). Obviamente la máquina fracasó, pero antes de pasar al olvido final, queda el recuerdo del artículo de Barthes fascinado con la velocidad eléctrica.
Pensaba en todo esto mientras leía el suplemento de libros de Le Monde de la semana pasada. Hace algunos meses, en pleno verano europeo, y no teniendo seguramente mucho para publicar, Le Monde des livres inauguró una sección que consiste en republicar artículos aparecidos originalmente hace treinta o cuarenta años. Evidentemente la idea funcionó, porque terminado el verano y lanzados ahora en plena rentrée (ese momento desquiciado de la industria editorial francesa que entre septiembre y octubre edita el 40% su producción anual) donde sobran novedades para comentar, la sección continúa como si nada. Pues bien, el artículo de la semana pasada estuvo dedicado a comentar un apasionado debate de 1964 sobre otra aparición novedosa de esos años: el libro de bolsillo. El asunto comenzó con un ensayo del profesor de estética Hubert Damisch, llamado La cultura de bolsillo, en donde definía al libro de bolsillo como una “falsa ilusión de democratización cultural”. Como no podía ser de otra manera, Le Temps Modernes, la revista de Sartre, tomó la posta, y el propio Damisch publicó un ensayo llamado El lenguaje de la penuria, donde agregaba que el libro de bolsillo utiliza estrategias de comercialización “con los mismos métodos que cualquier botella de detergente”. A lo que le siguieron una serie de artículos, a favor y en contra, escritos por Sartre, Sollers, Revel, y sobre todo Bernard Pingaud, que defiendía al libro de bolsillo “por su modestia” (terminaba diciendo que su valor proviene justamente de su “indignidad”).
Muchos años después, en 1987, Hubert Damisch publicó un extraordinario libro llamado L’origine de la perspective. Es un ensayo que modifica muchas de las ideas que se tenían sobre el tema (en especial las que provenían de La perspectiva como forma simbólica, el célebre libro que Panofsky escribió en 1924) que la editorial Flammarion publicó en formato trade (es decir, de tamaño grande, convencional) en una edición que incluía también ilustraciones y reproducciones de cuadros renacentistas. Es una edición muy cara, que nunca pude comprar. Hasta que, en 1993, la propia editorial Flammarion, en su colección de bolsillo, publicó el libro en una edición “revisada y corregida” por el propio Damisch. Esa es la edición que tengo ahora aquí, en mi escritorio, mientras escribo este artículo (las ilustraciones son pequeñas y de peor calidad, pero igualmente se ven bien). Y a la vez, por estar “revisada y corregida” por el autor, la edición de bolsillo es la edición establecida, la edición definitiva. En fin, me gustaría que en la Argentina se publicaran más libros de bolsillo.