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Adiós, preciosa

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“La jeta hinchada de palabras soeces”, escribió Oliverio Girondo. “Para que los hombres les eyaculen palabras al oído”, escribió también. Ambas cosas en los años 20: registro palpable de que en el paisaje urbano ya entonces el piropo podía ser sentido como palabra sexualizada o como palabra grosera (o que toda palabra sexualizada es grosera por necesidad, lo cual sería peor).

Negarlo sería necio: los piropos alcanzan a menudo el grado alarmante de una violencia verbal explícita; no expresan un deseo o un parecer, ni siquiera un presuroso convite: son lisa y llanamente una amenaza, y a nadie le agrada recibir amenazas. Si el paso de una persona en la calle suscita en otra la fantasía o la urgencia de hacerle esto o aquello, en tal postura o en tal otra, con tal o con cual consecuencia, ¿por qué tiene que decírselo? ¿Por qué tiene el otro que escucharlo?

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Los piropos, sin embargo, como género discursivo, no agotan sus posibilidades en la invectiva del calenturiento procaz o en el gangoseo ronco del baboso de ocasión. También pueden estar al servicio del arte de la seducción, que es una forma de relación social decisiva, o de los rituales del galanteo, que es un pilar de las cordialidades cívicas.

Me pregunto, porque no lo sé, si los que militan en contra de los piropos lo hacen para criticar sus variantes agresivas, o si lo hacen para rechazarlos como un todo y como tales. Si se trata de lo primero, no veo manera de no estar de acuerdo. Si se trata de lo segundo, en cambio, tal vez deberían sincerar su posición y esgrimir consignas así: “Si no me conocés, ni me hables”; o: “Si no me conocés, ni me mires”.

Es una posición tan respetable como cualquier otra. Pero debo decir que yo he conocido ciudades en las que la gente que no se conoce no se habla, ciudades en las que la gente que no se conoce no se mira. Y son lugares muy cargados de violencia y malestar.