Es la mañana de un jueves, más o menos temprano. La vereda de la Rural, en Plaza Italia, es recorrida por alguna que otra ráfaga fresca, pero algo en el cielo y en el fondo de esa brisa preanuncia un día caluroso. Igual, por las dudas, me vine con saco. El 60 que voy a tomar es exactamente ése: en el parabrisas dice “Semirrápido”, y en otro lugar del vidrio: “Vamos a Temaikén”. Perfecto, me digo, y voy a subir, pero por las dudas pregunto: “¿Va a Temaikén?”. Sí, pero tengo que sacar el pasaje antes de subir en una casillita: son 3,40 pesos.
El interior es azul fuerte. El portaequipaje tiene la cobertura de plástico arrancada y queda a la vista la espuma de goma amarillenta. En la parte delantera hay un reloj, ese elemento tan escaso en el paisaje de hoy, donde todo el mundo mira la hora en su celular: lo miro una y otra vez, por automatismo. Pero está parado a las 10:10. El conductor, calvo, veterano en el oficio, queda un par de veces en paralelo con otro 60 y los dos conductores hablan sobre calles cortadas, tráfico complejo, pronósticos de problemas. En otra esquina saluda con un grito a “Sombrita”, uno de los incontables habitantes de la calle que a su vez, con una agresividad conocida y aceptada por los dos, le pregunta al calvo por su papá y su mamá, con un doble fondo en el tono.
Vamos pasando por las barrancas de Belgrano, por debajo del puente Saavedra, damos un par de vueltas y entramos a la autopista. Vicente López–San Isidro–Calle Thames–Parada Márquez. En las paradas sube y baja gente, a veces mucha. Como las tarifas superan por lejos el peso, a veces hay que esperar que caiga una buena cantidad de monedas en el expendedor de boletos, y después otra. En el asiento de adelante va una madre con su bebé, jugueteando levemente.
Los carteles de los lugares y desvíos son verdes: preanuncian Don Torcuato–Escobar–Campana–Rosario. Cuando se trata de un punto importante pero privado es azul, más pequeño. Al fin, cerca de Escobar, leo: Temaikén. Nervioso, le pregunto al conductor. Me dice que faltan dos paradas. Ya entramos a Escobar. La madre se para con su bebé y pregunta: “¿Es Temaikén?”. El conductor asiente, aunque por las dudas le pregunto si es ahí, y me dice que sí. El panorama es más bien pelado, más bien urbano: una gran estación de YPF, camiones, tráfico fuerte. Un poco desorientado apuro el paso, alcanzo a la mujer y le pregunto. “No”, me dice. “Para Temaikén faltan más de 10 cuadras. ¿Ve?: es por ahí, del otro lado de la ruta. Primero están los helados Munchi’s. Cuando llegue al parque va a ver el cartel, bien grande.”
Empiezo a caminar, pensando (equivocadamente, como sabré al final del día) que tal vez el que entra al parque es el rápido, en vez del semirrápido. Ahora el sol apreta un poco, y por suerte esta vez sí son realmente las diez y diez. Cruzo los dos carriles de la carretera y pronto veo las formas entre europeas y de cuento infantil de Munchi’s. Prolijísimo jardín de entrada, motitos de reparto a la espera. Muchos animales, pero de mentira: ranas de plástico verde, una liebre tipo Alicia en el País de las Maravillas de bronce, y de pronto un animal que se mueve, casi un colado: un tero. Verlo me hace notar el canto fuerte de los pájaros en los árboles, y los canteros plagados de alegres flores multicolores.
Entro y la prolijidad y la calma imperan también entre las mesas y sillas, en la construcción con algo de alpina, en los esmerados uniformes del personal. Voy al baño y después pido un helado chico, de 5 pesos: frutos del bosque y sambayón con almendras. De pronto una sorpresa: se me trancan las muelas en algo duro. “Un carozo”, pienso sonriente, contento de encontrar el detalle fuera de lugar, el error, pasión del periodista. Pero no: es la primera almendra del sambayón, que resulta durísima, como las demás.
Cuando sigo la caminata veo a mi izquierda una especie de Hollywood Park de diversiones leve, elegante, con una alta construcción en forma de trazo curvo. Un largo cartel anuncia que es el “Nuevo Lugar de las Aves”, y que se inaugurará en el 2008. Sobre la otra vereda se ven decenas de carteles grafiteados, con un fondo industrial de chimeneas: probable fábrica tomada, o en conflicto. Un poco más allá, el local de “Barba Roja. Fábrica de cerveza y restaurante”.
Entrada y puntos de colores
Ahora sí: veo el cartel que dice Temaikén, en letras bien grandes, y de aspecto indígena: en idioma tehuelche significa “tierra de vida”. Cruzo una muy amplia playa de estacionamiento, con dos o tres autos. Voy a una de las ventanillas y me atiende un morocho de estudiada amabilidad, y sonrisa permanente. Nos separa un vidrio, y paso el dinero (22 pesos) y me pasa la entrada por debajo. Me da también un mapita del parque. Me recita algunas reglas, las actividades especiales (anunciadas por parlante), el cine de 360º, mezclándolas con repetidos deseos de que yo pase un muy buen día. Le agradezco y le digo que estoy por hacer una nota: de pronto se demuda. “Si hubiera avisado antes, entonces...” Le digo que justamente quería hacerla como alguien que va a Temaikén y lo recorre. Vuelve a sonreír. Me desea suerte. Paso la tarjeta que me dio por la ranura correspondiente, y entro al inmenso predio.
El estilo, la sugerencia de estilo de todo lo que uno va viendo tiene algo de Africa, de la Africa de cierto antiguo cine (Hatari) o de ciertas series de televisión: predomina la madera, hay muy pocos techos donde refugiarse del sol, fuera de los lugares para comer, o el hábitat de algunos animales, aunque sí muchos árboles y plantas que alivian el camino. Continuamente uno se cruza con gente del parque, vestidos también en ropas de verano livianas, color caqui, también con algo de Africa antigua (blanca).
El primer encuentro es con aves, a la izquierda: flamencos caribeños que se tiran un poco de agua o despliegan en abanico las alas cerca de la cola, y espátulas africanas (otra vez), de pico achatado. En la relativa soledad del parque pasa un poco a la derecha una explosión de sonido: un grupo de colegiales, que recortan su estruendo contra un fondo casi de silencio, salvo una suave música, entre muzak de ascensores e hindú.
Me acerco al cartel con detalles sobre las aves a la vista. Ahí descubro, explicado, que a cada animal se le aplica un punto de color, según sea su condición en la actualidad. Puede tener un punto rojo, lo que indica “especie en peligro de extinción”. O un punto amarillo, que como el lector adivinará, significa “amenazadas”, rumbo al rojo. El verde, que yo esperaba como un bienvenido alivio (significando “sanas y salvas” o algo por el estilo), no cumple con mi expectativa. Se trata de “especies vulnerables”. Sufro un ataque de un par de segundos de filosofía: es cierto, medito, la vida es riesgo, hoy estamos y mañana no. Sólo las rocas están seguras. Antes de que lo olvide: el flamenco caribeño tiene un punto amarillo (amenazado), la espátula africana, verde (vulnerable).
El panorama es de rocas, vegetación, cascaditas artificiales, techos de madera. Empiezo a internarme en la dirección donde están los antílopes. Algo me salpica: ¡bienvenida sorpresa! Es un ventilador al que un dispositivo alimenta regularmente con un chorrito de agua que se dispersa en una nube, aliviando el aire progresivamente reseco.
Un cuerno no es un asta
Los antílopes en general son adustos, ágiles, incluso pensativos, con diferencias. El antílope gran kudú (punto amarillo), por ejemplo, mira con calma más allá del que lo mira, como si viera el horizonte africano mismo. Cerca se ve un calao terrestre (ave: punto verde). El antílope bongo, de Africa central, está en punto rojo, y con cierta lógica es desconfiado, se esconde (lo veré bien en la segunda pasada por su lugar). Lo acompaña, compitiendo por la distinción y la indiferencia, aquí un poco sobreactuada, el alto pájaro secretario, de Sudáfrica (punto amarillo): casi se le ven las carpetas de funcionario bajo el ala.
El antílope sable (punto amarillo) es tímido pero, dice el cartel, ataca con violencia si se ve amenazado. Tiene cuernos largos y curvos y hay una pareja de ellos bajo un árbol, a la sombra, tendidos con los músculos relajados. Otra pareja, humana, los contempla y la mujer comenta: “Mirá la vida que llevan. Vida de ricos.” Mi propia idea de la vida de ricos es más inquieta, incluyendo guardaespaldas. Aquí se los ve más bien como animales tranquilos, que enfrentan con calma un día de calor, a la sombra.
Bajo un bienvenido techo, en un punto de transición entre un lugar de rocas y madera y otro, hay uno de los carteles didácticos del parque. Explica la diferencia entre las astas y los cuernos. Las astas se funden con el hueso. Los cuernos, en cambio, tienen forma de funda córnea sobre base ósea, y pueden desprenderse.
Hace cada vez más calor. Las vueltas y revueltas de los caminos del parque hacen que me desoriente con extrema facilidad. Aparte de las nubecitas frescas de los ventiladores, hay un lugar donde en el centro de un círculo surge de pronto un chorro fuerte de agua, muy alto, que después cae, se deshace, y luego de una pausa vuelve a elevarse para caer.
Decía un título de Boris Vian que con las mujeres no hay manera. Creo que el sustantivo se ha desplazado: hoy con los niños no hay manera. Son mezclas imprevisibles de ternura y crueldad, de sabiduría y estupidez, de sutileza y extrema ordinariez. Un parlante anuncia la proyección a mediodía de un film de alrededor de media hora: El arca de la vida. Pasan cerca dos niños del grupo de escolares de primaria y uno comenta al instante: “¿Qué dijo? ¿El garca de la vida?”, y suelta una carcajadita corta, coreada por su compañero, sin dejar de caminar para alcanzar al grupo.
En un lugar hay un lago, y en el medio del lago una isla. En esa isla se supone que hay lemures (red ruffed lemur, lemur de cola anillada y ruffed lemur a secas): no se ven por ningún lado. En una pasada posterior veo un largavistas, en el que hay que depositar un peso para que funcione. Lo hago y recorro lentamente la isla con el aparato sin ver nada, y cuando empiezo a girarlo para ver mejor la imagen, pasa a negro. Los tres lemures están en rojo, rumbo a la extinción.
Un cartel ofrece información y fondos de pantalla discando determinado número de celular más un código de SMS: así uno puede mirar murciélagos o un tigre blanco detrás de los íconos de la computadora.
Mientras voy recorriendo los caminos, y perdiéndome, y quedando con la boca abierta ante algún animal sorprendente, crece la sensación global del lugar, que tiene un buen boca-a-boca: casi todo el que ha ido lo recomienda. Me llaman la atención, por ejemplo, un par de detalles que parecen buscadamente inútiles, y por lo tanto eficaces para ventilar la red del conjunto. Al final de uno de los entornos para antílopes hay dos rocas grandes, peladas, que recuerdan vagamente un jardín japonés, zen, por una parte y por otra, parecen ofrecer un recoleto sitio desde donde mirar. Pero no es así: son dos rocas ahí, y los animales en otra parte. En otro lugar, de pronto aparece un pasillo de verdor intenso, forrado de hojas, fresco y casi negro, en bajada. Como el sol ya cae a pique, me interno, interesado, para dar de frente casi en seguida, aunque ya en medio de la penumbra, lejos del sol, con una puerta metálica cerrada a cal y canto, sin ningún tipo de cartel.
¿Para dónde agarro?, me pregunto cuando salgo del corredor verde oscuro de hojas. Justo viene (como casi siempre vienen) una mujer vestida con el uniforme africano del parque. Le pregunto por un lugar del mapa, sonríe ampliamente, alza la mano, vacila y dice: “Sería mejor que le pregunte a un cuidador. Yo soy bióloga”. Me explica que hay también químicos o químicas. De hecho un rato después me entero de que el personal del parque abarca más de 300 personas. Y paso más tarde, al lado de la granja, junto a la nursery y hospital de animales (con un video que habla del cuidado extremo que se tiene con los huevos). Poco a poco un propósito del parque se cumple: uno deja de pensar en el mero espectáculo, y piensa en la cantidad de elementos que confluyen para mantener en buen funcionamiento las decenas de seres de distinto tamaño, hábitos y alimentación del gran predio.
En el principio
El extenso predio donde se asienta Temaikén es propiedad de María del Carmen Sundblad de Perez Companc, esposa de Gregorio “Goyo” Perez Companc. El empresario encabeza un grupo económico fundado en 1947 que en el 2002, en plena crisis, vendió su compañía petrolera en l.000 millones de dólares. Después desplazó el énfasis de sus empresas hacia el área de alimentación (Molinos Río de la Plata, Pindapoy, pastas Matarazzo y San Vicente, aceite Cocinero, Lira y Patito, salchichas Vienissima, etc.). En ese momento de crisis María del Carmen, madre de siete hijos, hizo pesar su opinión.
Uno de sus intereses primordiales son desde siempre las vacas Jersey, que importó de Uruguay. Más adelante canalizó parte de su leche hacia la fabricación de los helados artesanales Munchi’s, con 24 sucursales, incluidas las de Temaikén. Su nombre no es inventado, ni de origen europeo: a María del Carmen Sundblad de Perez Companc le dicen “Munchi”.
Los Perez Companc se han hecho famosos por su férrea decisión de mantener un perfil bajo. En “Munchi, la más rica”, un perfil de María del Carmen publicado en 2003, el diario La Nación lo expresó en su estilo: “Sólo grita si sus toros le dan una alegría en alguna exposición rural”. Gregorio Perez Companc es cooperador del Opus Dei, con donaciones de entre 50 y 80 millones de dólares para el Campus Universitario de Pilar, y la Universidad Austral. Según el sitio Aerovip Flyer, de donde son estos datos, su patrimonio le valió ser ubicado en el puesto 356 en el ranking de las fortunas mayores del mundo de la revista Forbes.
El parque temático fue otra de las obsesiones de su esposa. A principios de 1997 comenzó a diseñar un parque de aves, fundado en octubre, con el nombre de Lugar de las Aves. Más tarde comenzó a pensar en un Parque de Animales Silvestres, inaugurado el 20 de julio de 2002 como Temaikén. La inversión total estuvo entre los 70 y los 80 millones de dólares. Costó mucho el gran acuario, que incluye, en sus distintos estanques, 60.000 litros de agua en la Poza de Marea, 350.000 litros en la de Agua Dulce, 25.000 litros en cada uno de los dos estanques de invertebrados, y por último, 1.100.000 litros en la Pecera Oceánica.
Al cumplirse en 2007 el quinto aniversario de Temaikén, la revista Tigris entrevistó a algunos de sus gestores: el arquitecto que lo diseñó, el ingeniero que hizo la parquización; también cuidadores, gente de marketing y la bióloga del acuario.
La tarea conjunta no fue fácil. A veces había que realizar modificaciones una vez que el animal se integraba a su entorno. La gran pileta para el hipopótamo estaba pensada para un ejemplar adulto, pero llegó un hipopótamo enano, “especie que tiene menor frecuencia de actividad acuática”, así que hubo que traer por fin al adulto. Especial esmero hubo que poner en el traslado de 1.000 árboles, y crear un vivero que atendiera su mantenimiento y reposición. Cuando se recibió a la hipopótama adulta, no se había calculado su altura, y derribó un tendido de luz. La mayoría de las especies tenían un período previo de “cuarentena” antes de llegar al parque, durante el cual hacían ejercicios de adaptación. Sólo los colobos (monos), los murciélagos y los hipopótamos llegaron directamente. Aun así la adaptación a veces fue difícil: el tigre Sandokán no quería salir, y los lemures tardaron casi dos meses en atreverse a asomar la nariz (¿mi experiencia con ellos habría sido parte de un ciclo semejante? ).
El peligro que se corría con el tiburón, grande y fuerte, era que se abalanzara sobre los costados de vidrio del tanque. Así que lo metieron en una jaula que flotaba dentro del agua, hasta que se aclimató. Todo el proceso de armado de Temaikén planteó incontables problemas de logística.
La imagen institucional de Temaikén fue diseñada por el FK Group, 2 “una agencia de comunicaciones que brinda valor en cada uno de los procesos de construcción de identidad corporativa”, según se autodefine en su sitio de Internet. Ofrece una “fuerza kreativa” (así, con k) que ya fue empleada por firmas como Quilmes, Hellmann’s y Munchi’s, desde luego. Diseñaron el gran cartel rutero que mostraba un tiburón abalanzándose sobre el espectador, con la gigantesca palabra “Emoción” de fondo, y el lema “Experimente la naturaleza”.
Acuáticos, frescos y cerrados
El tiburón tiene ese no sé qué de los grandes villanos. En el gran acuario, increíblemente fresco después del exterior ahora candente, las madres, en la gran piscina oceánica, centro de atención, llaman a sus hijos exclamando: “¡Vení, mirá, mirá el tiburón, mirá los dientes!”. Casi parece una fanfarronería por parte de los inmensos escualos que atraviesan el curso de muchos otros peces oceánicos sin tocarlos. Pero seguramente la mueca que les deja la boca abierta mostrando sus nítidas hileras de dientes es algo inevitable. Basta observarlos un poco para descubrir que parte de su fascinación parece provenir de esa especie de idiotez de la crueldad, acentuada por los ojos fríos y vacíos, casi desesperados (“No-pue-do-ce-rrar-la-bo-ca”).
El acuario tiene varias áreas, música de violín de fondo, un viejo equipo de buceo y una bomba de aire Siebe-Gorman del siglo XIX. Unos tanques más bien chicos muestran hermosas rayas moteadas que circulan con elegancia: es la zona de la Barranca costera. Un cartel anuncia que no se permiten fotos con flash, porque “los peces no tienen párpados”. El cauce profundo aumenta la variedad de especies (patí, pacú, bagre amarillo), y por fin el Océano entremezcla docenas de especies, mientras un espacio intermedio muestra gigantescas vértebras blanco-cal de ballenas.
En un recinto especial “El agua cuenta su historia”. Un par de muñecos (hombre y mujer), desnudos pero prolijamente desprovistos de órganos sexuales, se ven junto a un útero y su bebé. Un cartel informa que “vivimos nueve meses sumergidos en ese pequeño océano: el vientre materno”. Pero es exagerado denominarnos acuáticos: bastan un par de minutos bajo agua para que empecemos a perder aire hasta morirnos si no sacamos la cabeza. Lo mismo les pasa a los peces, a la inversa. Un dato llamativo: aquí ninguna especie está clasificada con los puntos rojo, amarillo y verde omnipresentes en el resto del parque. En un pequeño tanque se muestra la mecánica de formación de una ola. En una maqueta, los efectos de la contaminación en una costa de ciudad. En vitrinas, “el mar asediado”, con montajes de los distintos desechos recogidos en las aguas del mundo. Pasar de un momento a otro, sin transición, de ese entorno apocalíptico al cuarto de colores alegres donde se venden los pintorescos souvenirs es impactante.
En otra zona con tanque de agua puede verse al yacaré overo, con ojos como líneas de maldad o burla, o el yacaré negro, no muy distinto: los dos con puntos rojos. En una más grande está el hipopótamo (punto amarillo), flotando en el agua con la cabeza afuera: su cuerpo enorme y perezoso puede verse en el gran costado de vidrio del agua con un poco de basura flotante. Asombra el efecto de la refracción de la luz: hay un buen trecho entre lo que se ve por encima de la línea de agua, y lo que se ve por debajo. Parecen dos mitades del animal, mal ensambladas.