Cuando lo bajaron del bergantín “en una silla de brazos”, el doctor Révérend estaba esperándolo.
Simón Bolívar, poco menos que expulsado de Bogotá, llegaba al puerto de Santa Marta, en el Caribe colombiano, con la intención de embarcarse rumbo a Jamaica y luego a Inglaterra, en búsqueda de la cura a sus males, que no eran sólo físicos. Poco antes había escrito: “América es ingobernable. Los que han servido a la revolución han arado en el mar. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar”.
Culminaba así el viaje por el río Magdalena que García Márquez evocaría, siglo y medio más tarde, en El General y su laberinto.
Révérend, un médico francés afincado en Santa Marta, lo encontró “muy flaco y extenuado”, con “el semblante adolorido y una inquietud de ánimo constante”. Cuando lo revisó, le encontró que tenía “los pulmones dañados” y le pareció que la enfermedad de S. B. era “de las más graves”.
Se iniciaba así una agonía que los adoradores de Hugo Chávez querrían ver como la prefiguración de la que sería, 213 años después, la muerte del líder “bolivariano”.
Entre tantas diferencias, una es la que debemos a Révérend, que redactó 33 partes médicos, más que minuciosos, durante los dieciséis días que duró la agonía del Libertador. O “S.E.”, Su Excelencia, como lo llamó el médico en aquellos partes.
Siguiendo a Révérend, se puede reconstruir el drama:
La noche de su llegada, el lunes 1º de diciembre de 1830, Bolívar la pasó “desvelado y tosiendo”. El médico notó que el paciente sufría de “catarro pulmonar”, pero la mañana siguiente quiso consultar con “el Dr. M. Night”, cirujano de una goleta de guerra norteamericana que se hallaba en Santa Marta. Night coincidió con el diagnóstico. Bolívar padecía de tisis.
Entre ambos decidieron “un método curativo” que consistía en administrarle “remedios pectorales mezclados con narcóticos y expectorantes”, combinación a la que agregarían “una pequeña dosis de sulfato de quinina para entonar el estómago”.
Esa noche la S.E. estuvo “un poco más tranquilo, pero siempre con la tos” y por momentos con “pequeños desvaríos”.
El miércoles no tuvo una noche “molesta”, pero a la mañana tuvo unos vómitos que el propio Bolívar atribuyó a una “taza de leche de burra” que estaba tomando. Por la tarde se quejaría de un dolor en el esternón y se le aplicaría entonces “el empasto de pez de Borgoña en la parte dolorida”, con lo cual se aliviaría “bastante”.
El cuarto jueves “le creció” el “dolor del pecho”, pero “se curó con una untura”.
La mañana siguiente se empeñó en ir al campo y, por la tarde, lo llevaron a la Quinta de San Pedro Alejandrino, ofrecida por un vecino. Hallarse en esa finca le causó una “mudanza de temperamento”. No sabía que acababa de elegir el lugar de su muerte.
El viernes el médico advirtió “un entorpecimiento en el ejercicio de sus facultades mentales” y decidió usar “remedios frigerantes en la cabeza”.
Esa noche Bolívar tuvo “bastantes desvaríos”, y su lengua se volvió “algo trabajosa a ratos”. Al otro día, lo pasó hablando solo.
Révérend no sabía que, años antes, el Libertador había tenido un delirio histórico en la cumbre del Chimborazo, un volcán dormido, “el punto más cercano al Sol”: es 2.500 metros menos alto que el Everest, pero con sus 6.300, y posado sobre el ecuador, su cumbre es el punto más lejano de la superficie terrestre.
Bolívar subió a caballo a la cima del “atalaya del Universo”, como lo llamó al Chimborzo y allí se le apareció el Tiempo, hijo de la Eternidad y hermano del Infinito, quien le dio una lección metafísica y le dijo: “No escondas los secretos que el cielo te ha revelado, di la verdad a los hombres”.
El 11 de diciembre, Révérend anotó que a Bolívar le había “entrado” otra vez “la calentura” de la cabeza y trató de eximirlo de los delirios mediante el “linimento vesicante de Gondrel”, pero el remedio “hizo poco efecto”.
El lunes siguiente parecieron “orines involuntarios”. “La gana de comer” del paciente era “muy poca, y la sed ninguna”.
Los “síntomas de la enfermedad” se “agravaron” el martes. Había “confusión en las ideas y aberración de la memoria”.
El médico advirtió: “El Libertador va empeorando más”. Tenía el “pulso deprimido” y un “sopor casi continuo”. Todo indicaba “la proximidad de la muerte”.
“Ninguna esperanza nos queda”, sentenció el martes 16. El único alimento de Bolívar era “sagú con vino” que le daban con cuchara.
“Para reanimarlo se usaban “refrescos en la cabeza, ventosas en la espalda y vejigatorios en las pantorrillas”, pero los síntomas del mal seguían “exasperándose”, y el pulso era “miserable”.
Luego, “el facies” se mostró “más hipocrático que antes”. Las “frotaciones estimulantes” y los “cordiales” fueron inútiles.
El último parte de Révérend estaría fechado: “Diciembre diecisiete a la una del día”, y diría que minutos antes el Libertador había fallecido.
Tenía 47 años.
*Ex senador nacional (UCR).