Aldo Ferrer fue parte de los economistas estructuralistas que siguieron la estela abierta por Raúl Prebisch con la publicación del Manifiesto del 49 (El desarrollo de América Latina y algunos de sus principales problemas) que desafiaba la visión neoclásica del desarrollo. Ese documento plantea la diferencia entre los países periféricos –productores primarios– y los centrales –industrializados– en la desigual apropiación de los frutos del progreso tecnológico y el consecuente fenómeno del deterioro de los términos de intercambio y abre el cauce a las corrientes heterodoxas y desarrollistas en la región.
Por esa época, un joven Ferrer escuchaba de boca de Prebisch, en un seminario en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, el desencanto con la teoría económica ortodoxa que este ex presidente del Banco Central expresaba porque no le sirvió para resolver los problemas que había enfrentado. Ahí aparece la necesidad de construir una teoría a partir de estilizar los hechos de la realidad de nuestros países. A ese conocimiento contribuiría mucho Ferrer con aportes como La economía argentina (1963) en el que proponía una periodización de la historia de la economía argentina y de sus dilemas, tomando como modelo los trabajos de Celso Furtado de los 50, y su polémico Crisis y alternativas de la política económica argentina (1980).
Creía Ferrer en la importancia de alcanzar una “estructura industrial integrada y abierta” que refería a una estructura económica industrial diversificada con participación de sectores intensivos en conocimiento, abierta al mundo y al comercio intraindustrial, contrariamente a la visión autarquizante que algunos atribuyeron a su “vivir con lo nuestro”. Planteaba que el desarrollo económico se alcanza a través de la competitividad, para la que un tipo de cambio adecuado es un elemento fundamental, junto al aporte de políticas de ciencia, tecnología, capacitación de los recursos humanos. “En la medida en que el tipo de cambio es competitivo genera industria y ocupación, mejora los salarios reales”, Ferrer dixit. En este sentido, defendía las retenciones como instrumento de política económica que permitía compatibilizar, en países como Argentina, el desarrollo de la industria y el agro, por el dilema, que tan bien formularía Diamand, que las productividades diferenciadas introducía al manejo del tipo de cambio.
Sabía Ferrer que el Estado tiene un rol claro en la economía para alcanzar el desarrollo. Siendo ministro de Economía, a principios de los 70, impulsó la creación del Banco Nacional de Desarrollo para financiar la expansión y reconversión de sectores industriales, las infraestructuras y la minería, y la ley del “compre nacional” que permitía utilizar el poder de compra del sector público y sus empresas, que representaba el 40% de la inversión total, para apalancar sectores de complejidad tecnológica.
Afirmaba Ferrer que “cada país tiene la globalización que se merece” porque “el grado de desarrollo alcanzado depende de la aptitud de cada sociedad para participar de las transformaciones desencadenadas por el avance de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas”. Introduce el concepto de “densidad nacional” que hace referencia a que la calidad de las respuestas que cada país da a los desafíos y oportunidades que la cambiante globalización le plantea está en relación con los liderazgos.
La última vez que lo vi fue en Madrid, en octubre de 2012, en un seminario que organizamos con Enrique Iglesias. Le dije a Aldo que ese día debíamos sacarnos una foto porque no teníamos. Aceptó encantado. Lamentablemente, no lo hicimos. El martes cuando me enteré de su desaparición, me acordé con tristeza de esa foto que no fue.
* Economista (Desde París).