Las cosas estaban divididas de maneras estúpidas: los hombres hacían el asado, las mujeres, las ensaladas. La casa era una casa chorizo y en ella estaban dos parejas.
El hombre alto, semicalvo, estaba parado frente a la parrilla, controlando el fuego. Tenía esta forma de hacerlo: ponía la parrilla de cuatro patas en el piso, y debajo, formando un circulo de fuego, el carbón encendido. Es decir que no lo cocinaba de manera directa. Y también, esa forma de hacerlo demostraba, como quien dice, cierta pericia y coraje a la hora de prepararlo. “La fuerza del círculo vence a la muerte”, dijo el parrillero, mientras su amigo sacaba de uno de los bolsillos un paquete de Saratoga.
Al fumador la exclamación de su amigo le pareció ridícula. “¿Por qué siempre los seudo escritores hablan de manera tan literaria’”, pensó, pero no lo dijo. Cuando prendió el faso y –por el calor del fuego– se paso una mano por debajo de los sobacos, primero uno, después el otro, pegó dos pitadas y dijo: “¿Escuchaste las explosiones por el lado del río?”. “Si”, dijo. “Las escuché toda la tarde, de a ratos, como pequeños gongs”.
Las mujeres eran casi idénticas y tenían puestos unos vestidos de tela muy delgada y de colores. Estaban descalzas. Una tenía las uñas de los pies pintadas de celeste. Salieron de la cocina con las ensaladas que pusieron sobre la mesa y el pinguino con vino y hielo. Habían puesto música y se metieron a bailar entre ellas. Los hombres las miraron divertidos. El parrillero, se secó la cara con un trapo que había sido blanco hace mucho, y agarró a la pareja del otro para bailar.
El que fumaba apuró al cigarrillo y lo tiró en un costado del patio. Y buscó a su amiga de la infancia, la que ahora era la pareja del parrillero, para bailar. Un ligera tensión animal empezó a recorrer la casa mientras caía la luz del sol que había sido implacable por la tarde en ese pozo de calor que era la ciudad en verano.