No creo que sea el único al que le suceda: cada vez que vuelvo a ver las imágenes de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas tengo que recordarme que allí se disolvieron, en apenas segundos, los cuerpos de miles de personas, y que esos ataques habilitaron a los Estados Unidos a desatar una venganza militar que dura hasta hoy y se cobró, desde entonces, muchas más vidas. Tengo que detenerme a pensar, ya que la secuencia no me impresiona (no lo hizo siquiera la primera vez). Porque lo que esos cuerpos blancos y veloces reclaman, penetrando las estructuras de hierro y los cristales, estallando en mil pedazos, es la atención de la mirada. Y lo que mi vista percibe en ese movimiento es, cómo decirlo, cierta armonía, cierta belleza, una exaltación estética que, por favor, nada tiene que ver con lo ideológico. La centralidad que ocupa la imagen en nuestra cultura –la fotografía, el cine y la televisión como máquinas de construir nuestro imaginario y nuestra realidad– terminó por lograr que el ojo contemporáneo incorpore la violencia y la brutalidad como un elemento más del decorado de la vida cotidiana. ¿Cómo fue que nos acostumbramos tan rápido a la representación permanente del hambre, el odio y la muerte? ¿Cómo, por otra parte, no hacerlo?
En el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y hasta el 14 de diciembre se expone la World Press Photo, exhibición de las mejores imágenes del fotoperiodismo de 2007. El primer premio fue esta vez para el británico Tim Hetherington, por un reportaje para Vanity Fair que muestra a un soldado estadounidense recostado sobre las paredes de un búnker en Afganistán. La imagen podría suceder en cualquier lugar del mundo, el hombre podría pertenecer a cualquier ejército y estar peleando cualquier guerra: su mueca de agotamiento –a sesenta años de Hiroshima, a cuarenta de Vietnam– es un gesto tan repetido que no logra disparar en el espectador ninguna reflexión, ninguna empatía. Resulta paradójico que las imágenes más atractivas sean aquí las que se alejan del reporterismo, las que evitan la apelación explícita: la vida microscópica contenida en una gota de agua de mar, un gorila transportado por diez personas en medio de la jungla, el vestido de una niña enganchado sobre un alambre de púas en la frontera que divide Egipto de Israel.
A pocas cuadras de allí hay otra muestra fotográfica cuyo cometido parece estar en las antípodas del de la World Press Photo: De Facto. Joan Fontcuberta (1982-2008), retrospectiva del artista y teórico de la imagen catalán que desde hace tres décadas se burla de los mandatos impuestos a la fotografía a través de narraciones fraudulentas. El falso relato de un astronauta ruso borrado de la historia por el Kremlin durante la Guerra Fría, o el de un actor de telenovelas que se hace pasar por un hombre fuerte de Bin Laden, le sirven a Fontcuberta para reflexionar irónicamente sobre los límites de la disciplina, y la manipulación a la que es sometida por los discursos del poder.
Si el periodismo escrito atraviesa un período de crisis y reconversión frente a los desafíos impuestos por las nuevas tecnologías, tal vez el reporterismo gráfico se encuentre pronto con la necesidad de inventar una nueva manera de contar historias en imágenes. Para romper el molde de la credulidad. Para sobrevivir a la instantaneidad de la televisión e Internet. Para que la fotografía vuelva, y ojalá lo logre, a sorprendernos.
*Desde Barcelona.