De niño me dejaba perplejo la siguiente pregunta, que adquiría dimensiones metafísicas: “¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?”. La lógica más elemental indica que un huevo precede al ser maduro al que da lugar, pero para formarse debe ser antecedido por la gallina que lo puso.
La falta de resolución, que enviaba todo al más remoto de los inicios, a un inescrutable momento primero del primer huevo, anticipaba un enigma aún más exigente: “Si Dios creó al mundo, ¿quién creó al Dios que lo creó?”. La pregunta conducía a un espiral vertiginoso de poderes crecientes, invisibles y abismales, asunto que eventualmente se aplican a desentrañar los consuelos argumentales de las distintas teologías.
Ya un tanto más grande, comenzó a intrigarme el nada pequeño tema de la formación del lenguaje. Por qué existían las lenguas particulares, los modos singulares de nombrar a los objetos y a las relaciones entre los sujetos, y no existía una lengua universal que nos permitiera creer que el nombre de la cosa es una propiedad o un atributo propio e indiscernible de la cosa misma. Como consecuencia de esa obtusa fe en las esencias, nunca pude aprender otras lenguas que la propia.
Luego, tirando a adulto, me preocupé por las tramas de la política y los misterios del amor, sin alcanzar a deshilvanar los hilos de una ni develar, realmente, qué se esconde tras el velo de la otra (sin ir más lejos, Einstein afirmó que el segundo era un enigma mayor que el del Universo).
Y ahora, ya más grandecito, me asedian otras preguntas, menos generales y más puntuales. Una, sobre la verdadera naturaleza del pedido último de Kafka a Max Brod, ya que todo está hecho a la larga de fuego y olvido. Otra, cuál es la condición verdadera de la carne el día de la resurrección de los muertos. La última, por qué crecen en las encuestas de opinión quienes, frente a cualquier problema, ofrecen la solución más torpe y más siniestra.