COLUMNISTAS

Allá lejos y a destiempo

Los azares de la edición hacen que escriba esta columna en el lugar y el momento equivocados.

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Los azares de la edición hacen que escriba esta columna en el lugar y el momento equivocados. Como otras veces en octubre, estoy en Viena, invitado por el festival de cine de esta ciudad. Es lunes y amanece, pero en la Argentina es más temprano y hace pocas horas que se conocen con cierta precisión los resultados electorales. Tenía otros planes para esta nota, comentar algún libro o alguna película, pero no puedo quitarle los ojos al sitio oficial donde se dan las cifras de las elecciones distrito por distrito. Tampoco puedo apartar el pensamiento de lo ocurrido en esta fecha y sus inciertas consecuencias.
Durante la semana, varias personas me preguntaron por la situación argentina y la futura conversión de nuestra Primera Dama en presidenta. Los americanos eran los más ocurrentes: no hablaban de Hillary Clinton sino de la mujer de Bush, y sostenían que Cristina no podía ser peor que Laura. Claro que los americanos presentes en un festival de cine vanguardista suelen tener el corazón bien a la izquierda. Un cineasta me preguntaba esperanzado si era verdad que Kirchner estaba alineado con Fidel Castro, con Chávez y con Morales. Otro me contaba la decepción que sufrió cuando visitó Buenos Aires en abril, en ocasión del Bafici. Antes de viajar, había leído un libro llamado Horizontalism que, a partir de las experiencias de participación popular en la crisis de 2001-2002, se anunciaba como “profundamente importante para saber cómo será la revolución en nuestra época”. En su experiencia de primera mano, sin embargo, nuestro amigo encontró más verticalidad y apatía que horizontalidad.
Los franceses, por su parte, son menos extremos. No paraban de hablar de Sarkozy, un gobernante que sabe ocupar la primera plana de los diarios como pocos en el mundo. Un día anuncia la revolución ambiental. Al otro día se divorcia. Pero siempre está allí. A los europeos del Este, apenas les empezaba a contar que el Sr. K había logrado que cada gobernador y cada intendente dependieran de algún modo de sus favores, repetían como loros: “Putin, Putin”. No sé bien a qué se referían. Los belgas y los españoles, a su vez, se preocupaban de sus conflictos separatistas y preguntaban si alguna provincia nuestra tenía planeado escindirse. Los chinos, japoneses y coreanos no discuten de política con extranjeros, de modo que me fue imposible conocer su pensamiento. Pero los austríacos y los suizos, países ricos donde nunca pasa nada, preguntaban por la calidad de vida y la evolución de la brecha entre ricos y pobres. Como no tenía las estadísticas del INDEC a mano, no pude responderles.
Mientras tanto, llegan a mi blog mensajes kirchneristas. El que más me impresiona dice: “Afortunadamente, Argentina eligió seguir siendo gobernada, durante los próximos 4 años, por los que saben gobernar. Menos mal”.
Miro por la ventana del hotel y veo una ciudad sin polución y sin chicos pidiendo en la calle. Hablo con el personal del festival que gana cinco veces lo que sus colegas en Buenos Aires o Mar del Plata. Descubro que los feriados trabajados se pagan cuatro veces los días normales, que la licencia por maternidad se puede extender hasta dos años y que es obligatoria por cuatro meses en un país donde nadie está preocupado por su situación cuando le llegue la edad de jubilarse. Es cínico decir que la Argentina tiene un buen gobierno cuando ninguna de estas conquistas sociales está ni remotamente cerca, la mitad del empleo es en negro y las hortalizas cuestan lo mismo que en las capitales europeas mientras que los salarios son la cuarta parte.
¿Qué quiere decir gobernar bien? Nos hemos acostumbrado a creer que basta con que haya dinero en los cajeros automáticos y el desempleo baje del 10 por ciento, aunque los sueldos sean miserables. Un buen gobierno, solemos pensar, es el que sabe juntar cada vez más poder aunque no sepa para qué lo quiere. A la distancia, me angustio.