Luego de la publicación de “Caerse” (PERFIL, http://www.pepeeliaschev.com/impresos/caerse-15574 8/6/2014), fue asombrosa la catarata estremecedora de reacciones a esa columna que me conmovieron más allá de lo descriptible. Hablar y escribir de enfermedad ya no es excepcional; pero poner el testimonio del propio pellejo negro sobre blanco se interpreta como audaz o poco habitual. Nuestra sociedad está cada vez más acostumbrada a nombrar por su nombre las cosas, pero ancestrales mecanismos de negación o elusión propician que siempre se termine prefiriendo una supuesta discreción. No amamos ser vistos como frágiles y vulnerables.
Proclamarse enfermo puede hasta ser visto como un acto de exhibicionismo poco recomendable.
Pero a mí me sucedió al revés. Fue una manera de quebrar una experiencia tóxica, un modo de confesar esta temporaria indigencia. No es lo mismo que la autoconmiseración. Aquella columna de hace un mes desató entre otras muchas cosas un ventarrón de cariño que no deja de gratificarme, así como no termina de sorprenderme. ¿Qué fue lo extraordinario?
Caerse es perder un equilibrio. Convivimos con él persuadidos de manera inconsciente de su eternidad, aunque sepamos que la eternidad no existe. Lo enseñan las grandes historias de amor, nutridas de la fascinante y contagiosa pasión de los amantes, que no quieren o no pueden imaginar los recodos peligrosos de toda peripecia humana. Esa caída en el desequilibrio es la puerta de entrada a una angustia inevitable. Todos aquellos que se sumergen en la curación de sus males la sienten, pero no todos la aceptan como parte inexorable de la existencia. Mi propia experiencia al retomar mi presencia (casi) cotidiana en la conducción de Esto que pasa por Radio Mitre es fenomenal. Me cuesta sentirme cómodo en medio de esa maravillosa letanía, pero es la verdad: a la hora de los pedidos, la palabra más reiterada es “fuerza”. La gente la pronuncia, la transmite, la desea. Se trasfunde en ella. Pero lo notable es que en sus augurios e intenciones advierto que la universalidad de la enfermedad como experiencia existencial es la gran novedad.
Haberme caído me enseñó que es innumerable la cantidad de personas que viven su enfermedad de manera mortificada y casi anónima, aun cuando se someten a tratamientos positivamente curativos que les permiten recuperar sus vidas. Ya no es sólo cuestión de las maravillas de la medicina de hoy y sus logros asombrosos; se relaciona más con esa primitiva idea de que ahuyentar los fantasmas es la manera ideal de desactivarlos.
¿No será como durante las pesadillas? En la revuelta y turbia noche del insomnio, conciliar el sueño es una agotadora experiencia de dolor. ¿Por qué no encender la luz y verificar que la oscuridad es interior y no es invencible?
Las personas expuestas públicamente creemos que carecemos de privacidad en sentido absoluto. Se sabe de nuestras vidas, se conoce nuestra voz, se identifica un rostro. Pero esa certeza es sospechosa, o al menos no tan rotunda. Salir del ensimismamiento culposo de quien cree verse obligado a ser invencible es una aventura delicada pero nutricia. Estamos hechos en el molde de la inoxidable eficiencia, ¿cómo habríamos de “mancarnos”?
Mucho de esto repensé mil veces estos días al releer La invención de la soledad de Paul Auster, un texto conmovedor y ejemplar que deslumbra como retrato de un padre hecho por su hijo. En esas páginas, Auster se hamaca entre la compasión y la ira, entre la ternura y la desilusión. Ahí está su padre, huraño, mezquino, destructivo, desamorado, patéticamente solo y orgulloso de estarlo. Pero también está la mirada comprensiva de un hijo sabio que sabe puntualizar las falencias de su crianza emocional sin regocijarse en atribuir todas sus penurias a la manera en que fue puesto en el mundo. No sé si se trata, de nuevo, de una cuestión de equilibrio, o si se asocia con una voluntariosa manera de pararse ante la vida con la legítima y ardua vocación de vivirla todo lo posible.
En las dos semanas posteriores a “Caerse”, recaí aquí mismo en mis análisis sobre cuestiones nacionales y mundiales infinitamente más remotas y, por tanto, menos comprometedoras. Aunque es evidente que mi pasión periodística está intacta, sería necio negar que las prioridades de mi vida cambiaron. Volver a ocuparme de la vulnerabilidad, incluso la mía, es una manera de homenajear no sólo a quienes se han sentido interpelados por aquellas palabras. También es una manera de asumir esta aproximación a la vida, evocar unas palabras que me tienen conmovido hace semanas. Fueron pronunciadas en 1910 en La Sorbona por el ex presidente de los Estados Unidos Theodore Roosevelt: “No es el crítico quien cuenta; ni aquellos que señalan cómo el hombre fuerte se tambalea, o en qué ocasiones el autor de los hechos podría haberlo hecho mejor. El reconocimiento pertenece realmente al hombre que está en la arena, con el rostro desfigurado por el polvo, el sudor y la sangre; al que se esfuerza valientemente, yerra y da un traspié tras otro pues no hay esfuerzo sin error o fallo; a aquel que realmente se empeña en lograr su cometido; quien conoce grandes entusiasmos, grandes devociones; quien se consagra a una causa digna; quien en el mejor de los casos encuentra al final el triunfo inherente al logro grandioso; y que en el peor de los casos, si fracasa, al menos caerá con la frente bien en alto, de manera que su lugar jamás estará entre aquellas almas frías y tímidas que no conocen ni la victoria ni el fracaso”.