Hasta los primeros días de noviembre, en el Grand Palais Immersif, a metros de la Bastilla, en París, la exposición Mucha eterno dedicada al gran artista checo, promete deleitar a quienes tengan los 16 euros que vale la entrada. Filial del clásico Grand Palais, este nuevo espacio no tiene nada en común con el de Champs-Elysées; es una típica edificación moderna, impersonal, sin intenciones de ser una joya de la arquitectura o, al menos, un lugar acogedor.
Llegué haciendo foco en la fila de la puerta, señal de éxito. Las pantallas colgadas en las paredes de la primera sala, sin embargo, me espabilaron en un mal sentido. “Tendría que haber gugleado un toque antes de venir”, pensé. Pero seguí adelante esperando ver algo que no fuera digital, hasta que di con la zona dedicada a evocar la participación de Mucha en la Exposición Universal de París de 1900, juzgada por los franceses el “mayor acontecimiento del siglo”, donde decoró el pabellón de Bosnia-Herzegovina, región eslava anexionada al Imperio austrohúngaro, en 1878.
Había una pantalla, otra vez, pero en este caso gigante, con una recreación del maravilloso aporte del maestro del art noveau a lo que es mucho llamar el mayor acontecimiento del siglo, sin que deje por ello de ser algo extraordinario.
Ahora lamento no haber prestado más atención a lo que veía, distrayéndome con la música que acompañaba, un robo a Erik Satie bastante deprimente. Lo lamento porque fue lo único que valió la pena. El resto eran más monitores colgados como cuadros, mostrando fragmentos de los famosos afiches del pobre Alphonse en loop, reproducciones en papel de sus trabajos más famosos atadas al techo como guirnaldas y unos juegos interactivos (en pantallas táctiles, por supuesto) con patterns para que el público pudiera hacer sus propios Mucha à volonté.
Me acordé de Tecnópolis. Sola en la ignorancia sobre lo que había ido a ver, seguí circulando junto a decenas de espectadores que gozaban de prolongar, en el ámbito museístico, la relación insoportablemente cercana que tenemos con la imagen digital. Nadie parecía querer ver otra cosa que no fuera, en más de un sentido, más de lo mismo, ni esperar el placer de estar frente a un objeto imantado por su autor, un original.
Pero al salir, tras el paso obligado por la tienda de regalos, conceptualmente muy similar a la muestra pese a tener objetos palpables como monederos o paraguas, tuve un momento feliz recordando que había sido invitada: los 16 euros mejor ahorrados de mi vida.