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melancolias rioplatenses

Amores de domingo

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Me encuentro en un bar con mi amigo F. Dice que tiene algo urgente que conversar conmigo. En general, sus preocupaciones son vanas, tumultuosas y cambiantes. Oscila entre angustias preservacionistas y conservacionistas (ballenas, minería, pájaros exóticos, caracoles), económicas (monedas idóneas para su ahorro), y preocupaciones políticas de poca monta. Me sorprenden y me cansan un poco la fidelidad a sus obsesiones, siempre idénticas. No cambian, no se gastan, no se enriquecen. Su aterido rechazo a la fealdad del mundo –no viaja porque todo se le antoja parecido–, su desesperado desdén por la frivolidad en beneficio de profundidades pretendidas y nunca halladas –y Dios en el fondo, como un barco encallado–, su preocupación narcisista por encontrar un alma gemela –al parecer, no ha comprendido aún la sabiduría de la sentencia que postula que los entes no deben multiplicarse innecesariamente si son iguales.

En este caso, el tema que lo impulsa a demandar mi oreja quieta y sostenida como un estandarte es el absurdo del amor. Así lo enuncia, como si la lógica amorosa existiera, como si la elección de un objeto amoroso fuera un acto razonable. Me cuenta una anécdota: una vez, en un viejo café oriental, un escritor cincuentón se junta con un colega treintañero. El cincuentón viene acompañado de una conquista reciente. Es joven y bella y discreta, acepta permanecer en silencio durante el encuentro. Los hombres hablan como hablan los hombres cuando saben que son escuchados por alguien que puede dar fe de sus noblezas o pobrezas de espíritu. Cada rato, el cincuentón interrumpe el diálogo para instar a su prenda a que vaya al baño a corregirse el maquillaje (otras épocas, otras costumbres). La señorita, a cada demanda, responde que tiene bien el rouge, el rímel, el polvo de las mejillas. A la tercera, cuarta vez que se repite el pedido, ella se levanta, agarra la cartera, le dice al cincuentón que si quería hablar en privado para qué corno la arrastró a ese boliche inmundo, y sale. Ya solos, el cincuentón abandonado inclina la cabeza, vencido, murmura algo así como: “Quería sólo un minuto para decirte lo feliz que me siento con ella”.

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F. me cuenta la anécdota como si la hubiera vivido, pero ni yo tengo treinta ni él vino acompañado. Además, sé que el personaje del sentimental burlado es Juan Carlos Onetti, ya que leí la historia hace como treinta años. Le pregunto a F. por qué me cuenta ese cuento. F. se encoge de hombros, mira por la ventana. La historia, advierto ahora, tiene la estructura del chiste (el náufrago que en la isla le pide a Kim Basinger que se pinte bigotes para contarle –de hombre a hombre– que él se está acostando con Kim Basinger), pero sobre todo posee el sabor de la típica melancolía dominical uruguaya, de su empeño en aquilatar fracasos. Mi amigo se pregunta si estaremos envejeciendo. El viento del fantasma de la mujer ausente sopla más fuerte que los gritos del locutor festejando la permanencia en Primera de un equipo de fútbol.