“Extremista” era una palabra de empleo abundante en los años de la violencia armada; después, con el tiempo, fue cayendo poco a poco en desuso. En cambio otra palabra, “terrorista”, de pertinencia acaso discutible en aquel período, se mantuvo y hasta ganó terreno, puede que al establecerse la evidencia de que existió un terrorismo de Estado, puede que por la actualidad que el término adquirió contemporáneamente a partir del ataque a las Torres Gemelas.
Existe por lo demás otra expresión: “delincuente subversivo”, que proliferó y no deja de retornar. Es interesante ese sintagma, como ocurre cada vez que dos palabras se asocian hasta hacerse inseparables, tal si fuesen en verdad una sola. Cuando eso pasa, hay dos conceptos que parecen implicarse mutuamente: si hay delincuencia, ha de haber por lo tanto subversión y si hay subversión, ha de haber por lo tanto delincuencia. La combinación inescindible de los dos términos, como si de un siamés léxico se tratara, acaba por producir ese efecto semántico (y a la par que semántico, ideológico).
No obstante, existen diversas formas de delincuencia que, lejos de subvertir el estado de cosas, se benefician con el mismo y a cambio lo confirman y lo refuerzan, lo subrayan y lo conservan. Pensemos por ejemplo en las entidades bancarias que hurtan los ahorros de sus clientes, o en las aseguradoras que quiebran a propósito y se autoliquidan, o en los empresarios que evaden impuestos y contratan en negro, o en los comerciantes de estupefacientes con o sin complicidad de funcionarios. Es evidente que no toda delincuencia es subversiva ni tendría por qué serlo. Pero a la inversa, si se recorre aquel mismo sintagma sólo que en un sentido contrario, puede que no sea del todo preciso postular que lo que hace un subversivo es sin más violar las leyes. Puede que resulte impreciso, o por lo menos insuficiente, pensarlo exactamente así.
Porque el delincuente viola una ley a la que, como tal, admite; se pone afuera de la ley, en efecto, pero al ponerse afuera no deja de reconocerle un adentro, es decir un espacio propio, es decir una entidad. El subversivo, en cambio, si lo es, parte de la base de que las leyes vigentes carecen de validez: no quiere sustraerse de su alcance, quiere abolirlas, suprimirlas, quiere superarlas porque las desconoce como instrumento de justicia, quiere fundar en su lugar otra clase de legalidad, una justicia de otra clase. Ultimamente la palabra “subversivo” viene remitiendo cada vez menos a la palabra “revolucionario” y cada vez más a la palabra “transgresor”, utilizada en los medios de comunicación para designar a las personas que dicen malas palabras en público o hacen gala de preferencias sexuales no aprobadas por las autoridades vaticanas o saltan desde pisos algo altos a las piletas de natación de sus hoteles.
Pero el subversivo lo que se propone es separar a la legalidad de la legitimidad. Por eso ataca las leyes existentes: por saberlas tan huecas como engañosas. Hacer del subversivo un delincuente implica la voluntad de contrarrestar semejante intento: hacer que la ley persista, hacerla prevalecer, y por ende hacer que la subversión se recapture en su sentido como pura delincuencia. ¿Quién impera, en definitiva? ¿Quién se impone? Depende de cada caso. ¿En qué circunstancias puede el subversivo ascender a la condición del héroe revolucionario? Cuando vence. ¿Y en qué circunstancias cae a la llana condición del delincuente? Cuando pierde. Porque, cuando vence, las leyes que lo condenarían ya no existen más. Y cuando pierde, no puede ser otra cosa que culpable frente a las leyes cuya potestad puso en cuestión. “La historia me absolverá”, declaró famosamente Fidel Castro ante un tribunal que lo iba a condenar sin lugar a dudas. En la distancia temporal que va de 1953 (derrota en el asalto al Moncada) a 1959 (victoria de la Revolución) se juega esa diferencia. La misma justicia que condena y castiga al revolucionario en su derrota se ve vaciada como farsa y disuelta en su poder de cara al revolucionario en su victoria.
¿Y Apablaza? ¿Y Galvarino Apablaza? Tironean las justicias y los organismos aquende y allende los Andes. ¿Militante popular o asesino común? ¿Luchador social o criminal? ¿Delincuente o subversivo? ¿O delincuente subversivo? Algún apasionado de los significantes ya habrá señalado, sin dudas, que Apablaza es anagrama de aplazaba. A veces hace falta que pase el tiempo para que encuentren su mejor lugar los sentidos del pasado político.