Tal vez una clave del insondable misterio peronista es la acendrada convicción desde la que sus líderes suelen sentirse imprescindibles. Perón catequizó a sus seguidores con la consigna de que sólo la organización supera al tiempo, pero cuando volvió al país, tras 18 años de exilio, una sangrienta batalla tiñó su aterrizaje. Menem jugó las reglas del juego en la impecable interna que le ganó a Cafiero en 1988 pero, ya en la Casa Rosada, se sacó de encima a su vice, Duhalde, casi enseguida.
Kirchner no era diferente. A su vicepresidente, Scioli, lo arrumbó en la penuria casi desde el vamos. Se reeligió en su mujer. El taciturno Cobos marchó al ostracismo total no bien pensó diferente en materia agraria. El era irrelevante, desde luego, pero la venganza oficial fue implacable.
Este es el altísimo costo funcional que paga una sociedad cuya primera minoría reverencia la conducción y venera los mandos fornidos. ¿Qué duda cabe de que se ha muerto un político pugnaz que ofrecía decisión, pero se manejaba con infinita incapacidad de delegar?
País de contrastes espasmódicos, la Argentina encontró en Kirchner la contracara simétrica de lo que terminó repudiando en De la Rúa. ¿No se decía, acaso, que ese breve presidente demoraba semanas la toma de decisiones porque leía dictámenes y proyectos con puntos y comas? Kirchner pertenecía a la estirpe de los controladores incansables a quienes nada se les va de las manos. Hay en ese rasgo unos atributos que lo exceden y revelan hábitos propios de toda la sociedad.
Cuando alguna victoria denotaba la supremacía de un logro más colectivo que individual, el látigo restallaba de inmediato. ¿Qué hizo mal Lavagna para que Kirchner lo despidiera tras las legislativas de 2005, en las que tuvo los votos que no recibió en las presidenciales de 2003? ¿Por qué terminaron expulsados del poder quienes fueron alfiles de su conducción, como Béliz, Bielsa, Iribarne, Nun, Ocaña, Peirano, Lousteau, Fernández y Taiana?
Debe ser por eso que, en su homilía en la misa de sufragio por Kirchner, el arzobispo de Buenos Aires no sólo pidió (“al Señor”) por su familia, por su mujer, sus hijos, sus amigos y sus compañeros de militancia del Movimiento Justicialista y de la Confederación General del Trabajo “que están doloridos”, sino “también por aquellos que (…) fueron sus opositores. Porque es necesario ese trabajo de conjunto. Y todos ellos participan de alguna manera de esta muerte”.
Más revelador todavía, para el cardenal Jorge M. Bergoglio, un sacerdote jesuita, Kirchner “cargó sobre su corazón, sobre sus hombros y sobre su conciencia la unción de un pueblo. Un pueblo que le pidió que lo condujera. Sería una ingratitud muy grande que ese pueblo, esté de acuerdo o no con él, olvidara que este hombre fue ungido por la voluntad popular”. Importa aquí el “esté de acuerdo o no”. El principal pastor de los católicos argentinos se hizo entender con palabras especialmente significativas: “Es precisamente el pueblo quien tiene que claudicar de todo tipo de postura antagónica para orar frente a la muerte de un ungido por la voluntad popular… durante cuatro años fue ungido para conducir los destinos del país”.
Sin embargo, los deseos y los vaticinios bien aventurados no transforman de por sí la agreste realidad. Inútil esperar que en la jornada mortuoria cesara la guerra permanente y prolongada. Ya en el anochecer del miércoles sombrío que se inauguró con la noticia de que Kirchner se había quebrado para siempre, grupos de manifestantes en Plaza de Mayo saltaban ante las cámaras de TV, sus ojos encendidos de entusiasmo, vociferando consignas amenazantes para Cobos, sus gargantas ásperas de tanto gritarle “traidor”. Vandalizaron el edificio de Radio Continental e insultaron a líderes opositores que se acercaron al velorio.
Una cultura de la exclusión no sólo condena a mucha gente a la penuria cotidiana más básica. También configura un país para el que jamás alcanza ninguna reconciliación. Duhalde, que ungió la candidatura de Kirchner en aquel ominoso 2003, no pudo despedirlo en su féretro. Balbín, perseguido y encarcelado por el Perón despótico de los años 50, fue abrazado por el caudillo cuando a éste se le terminaba la vida. El líder radical se proclamó “viejo adversario” cuando, ante el féretro de Perón, lo despidió como “un amigo”. Eso hoy no parece posible en la Argentina y la trayectoria de Kirchner mucho tiene que ver con esta constatación.
¿Cómo salir entonces de la estéril certeza de que sólo sirve la exaltación de los extremos? He aquí un dilema central para la Argentina, un país enamorado de los personalismos que revela abismal impotencia para funcionar desde las tan menoscabadas instituciones. Claro que Perón patrocinaba ya hace setenta años la necesidad de una “comunidad organizada”, pero su vida reveló que fue por años una propuesta poco creíble. ¿Es necesariamente “gorilismo redivivo” recordar que aun en sus propósitos de institucionalización la primera minoría política jamás trascendió seriamente la brecha entre retórica y hechos?
El poder, entonces. Un poder fuerte, altanero, sin prejuicios ni rubores. Eso se le reconoce con razón al líder muerto. ¿Es posible acaso otro liderazgo? La Argentina habrá crecido a fines de 2011 siete de los ocho años iniciados en 2003, con el matrimonio en la cabina de mando, pero ¿sin confrontación serial no hubiera habido recuperación y relanzamiento?
Esa tergiversación ponzoñosa intoxica la capacidad respiratoria de los argentinos. Un país embriagado de pelea es un país erotizado por el infarto. Es un país que crece, pero no logra reducir sustancialmente la insultante pobreza, malgastando una oportunidad internacional tal vez irrepetible. Esa es la frustración.
Una sociedad embriagada de enemistades y envenenada de sospechas de conspiraciones seguirá convalidando desiertos civiles, páramos institucionales. En su vida y en su muerte, Kirchner puede ser útil a la Argentina si en su peculiar parábola se acepta lo que el país tiene que superar para vivir mejor.
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